Dos mil

Nuestro tiempo no ha dejado de multiplicar, con el señuelo del bienestar, las formas de servidumbre

Hace ahora un año menos de veinte, pero recordamos la perplejidad que nos invadía al pasar del viejo Novecientos, que durante tanto tiempo fue sinónimo de la edad contemporánea y ya en sus últimos dígitos parecía una cosa como del futuro, a un nuevo siglo que aún no ha alumbrado un adjetivo, comparable a dieciochesco o decimonónico, para definir al anterior, menos aún al actual que los nacidos en los setenta -o en el setenta, para ser exactos- difícilmente podremos llamar el nuestro. Decir que vivíamos en el dos mil o luego en el dos mil no sé cuántos era una afirmación casi inverosímil, como de novela de anticipación o de distopía de los tiempos en los que estas, mucho antes de que existieran los videojuegos, estuvieron de moda, sin duda por influjo de las construcciones totalitarias en las que el porvenir, aunque siga habiendo quien lo añora más o menos secreta o vergonzantemente, no podía traer nada bueno. No participamos del negocio de la nostalgia ni consideramos que los ya remotos años de la infancia y la primera juventud aventajaran en nada a los de ahora, pero fue entonces cuando contrajimos muchos de los hábitos que nos siguen acompañando en una época en la que algunos de ellos -todos los que exigen horas de desconexión, no olvidados del mundo, sino inmersos en otro mundo- se han convertido en rarezas salvo para quienes pueden permitirse el lujo de llevar una existencia ociosa. Los modos de relación han cambiado y a la vez, dado que siempre es posible encontrar espacios de resistencia frente a los usos dominantes, no han cambiado tanto, pero el hecho es que nos reconocemos a duras penas en esta edad dominada por la tecnología que tiene el efecto, por más que los entusiastas celebren sus beneficios, de alejar a sus usuarios de las cosas mismas. De niños jugábamos a elegir las épocas en las que querríamos haber vivido y las predilecciones variaban según los días, pero caemos ahora en la cuenta de que nunca optamos por el futuro que a algunos amigos, devotos de los androides y las odiseas en el espacio, les parecía lo más excitante. Todo lo que nos gusta existe desde hace mucho y si ocurriera un colapso que retrotrajera a la humanidad a las condiciones de los tiempos anteriores a la revolución de las comunicaciones no echaríamos de menos esos adelantos que dicen imprescindibles. No es que no haya habido progresos decisivos, sociales o materiales, personales y políticos, pero cuanto más nos adentramos en el milenio más ajenos nos sentimos a una escalada que no ha dejado de multiplicar, con el señuelo de un bienestar cada vez más virtual e improbable, las formas de servidumbre.

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