Comunicación (im)pertinente

Francisco García Marcos

El monarca y su canciller

Todos en la corte, incluso entre el pueblo llano, estaban sorprendidos por el desafecto que el canciller del bigotito profesaba a Campechano I, su monarca. Lo tenía recluido en su castillo, lo evitaba en los actos solemnes, lo había silenciado repentinamente y, en suma, no desaprovechaba la más mínima ocasión para desairarlo sin mayores contemplaciones. Sorprendía esa actitud, sobre todo, porque el canciller a través de su bigotito siempre se había mostrado como hombre tradicional y de prosaicas costumbres, nada amante de alharacas, buen cristiano y ejemplo de sobriedad casi monástica. Pero, de repente, con Campechano I todas sus convicciones parecieron desvanecerse, de buenas a primeras, sin motivo aparente.

Solo que el tiempo termina poniéndolo todo en su sitio, casi siempre al menos. Muchos años después se supo que Campechano I había sido chantajeado por una cortesana bárbara. Reconoció ante el bigotito del canciller que se había equivocado y juró que no volvería a repetirse. No sería la última vez que acudiese a esa fórmula tan fácil como exitosa durante su reinado, hasta el punto de convertirse en una divisa recurrente que lo acompañó cada vez que cometió alguna extralimitación, es decir, con escandalosa frecuencia. A fin de cuentas, por más monarca que fuera, Campechano I se comportaba como un cualquier otro calavera perdido. En esas esas cosas el color de la sangre, azul o roja, es por completo irrelevante.

Esa vez el desliz se resolvió con 60 millones de los antiguos ducados de oro. Lo de menos es que la cortesana bárbara los fundiese pronto en juegos de azar y otras veleidades mundanas, según contaron años después las malas lenguas. Lo sangrante fue que ese dinero tuvo que salir de los bolsillos de todos sus súbditos, cuando el canciller y su bigotito estaban tratando de reflotar la economía del reino.

Así que el canciller no se volvió a jugar el bigotito nunca más con Campechano I. Lo mantuvo en el ostracismo todo el tiempo que duró su mandato. De ese modo consiguió ponerse a salvo de sus juergas sonadas, sus cacerías furtivas, su afición a llevarse el dinero a escondidas del reino, sus trueques fraudulentos con los buhoneros a través de su yerno. Incluso evitó tener que discutir nada cuando otra dama de escasa credibilidad, una dama coralina, tuvo la ocurrencia de pretender encerrarlo en una mazmorra de una isla lejana.

Cuando todo eso fue irremediable que se supiera ambos tuviera la suerte que les había resultado huidiza en otro tiempo. El canciller, con el bigotito ya afeitado, estaba apaciblemente retirado en su villa de la sierra, contemplándolo todo como un privilegiado espectador que conocía todas las claves secretas del juego. Campechano I, por su parte, se encontraba a salvo, refugiado en un palacio del sultán de Babilonia. Sus súbditos, en cambio, seguían pagando impuestos y costeándole su vida fastuosa. Les quedaba el dudoso consuelo de que las verdades, como el agua subterránea, siempre terminan aflorando.

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