Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua Española de la Universidad de Almería

La nueva estrella de la política

Mónica García Gómez no se ha puesto ante el espejo, sino ante la realidad

Tiene la sonrisa de Julia Roberts, pero, al natural, sin ficciones, ni engaños. Su mirada es cine y métrica como la de Angelina Jolie o, tal vez, la de Penélope Cruz. Su voz es rima y prosodia, entonación y hexámetro, sintaxis y verso de arte mayor. Esta anestesióloga, de pantalones vaqueros y camisa deportiva, chándal y cabello de seda, es, sin saberlo, actriz y musa de la izquierda y de los corazones solitarios: aquellos que oyen el rock anónimo en las estaciones del metro, sin más consuelo que la agonía de los instantes que se suceden de uno en uno, con una lata de coca-cola, en una mano y el escalofrío, en la otra, a pesar del sudor de la frente. Con unos párrafos, llenos de sinceridad y lealtad, ha revolucionado la semántica de la política y ha cuestionado todos los liderazgos, menos el suyo. Ha enarbolado la bandera de la libertad, ajustando los lexemas para decir lo que antes habían dicho otras mujeres, pero de distinta manera. La literatura de estos enunciados será recordada siempre en las antologías y epítomes de la oratoria, junto a Demóstenes y Cicerón, en los momentos en los que el De oratore fue traducido por la filología y la historia: «Las mujeres estamos cansadas de hacer el trabajo sucio para que en los momentos históricos nos pidan que nos apartemos». Quizá, el misterio esté en que Mónica García Gómez no haya tenido que buscar la articulación y las pausas, el énfasis y la agudeza en ninguna enciclopedia, sino en ella misma: siendo como es lectora de Brecht, en esas horas en las que la política es filosofía y manuscrito; pergamino o papiro, con el sol velazqueño del atardecer dorando los racimos de uvas: al fondo Las meninas. Cuando las palabras se ordenan y caligrafían el cómo, el qué, el porqué y el para qué, la gramática ya es texto, el cual se aparta de la vulgaridad para convertirse en un profundo silogismo con el fin de ser narrativa que no sigue matando a Abel, y ni siquiera a Caín, sino a tanto discurso repetido y a tanto teatro diferente al brechtiano. Por ello mismo, para decir lo que ha dicho, Mónica García Gómez no se ha puesto ante el espejo, sino ante la realidad que vive todos los días: como madre de tres hijos, como médica anestesista y como militante de un partido político. No es Malala Yousafzai; mas sí semblanza y literatura, en la cohesión y coherencia de un hipertexto, donde los sintagmas huelen a naturalidad y a venero; a lectura y a tomillo; a sinalefa y a romero. A tonema, en suma, que versifica los sentimientos como si fueren sonetos quevedianos que un rapsoda canta, endecasílabo a endecasílabo, en el río del tiempo, que se hace eterno entre Proust y Borges. Esta declaración de la nueva voz de la política española acontece, porque recuerda que ha leído lo que era suyo en la secreta cumbre de la memoria y porque escancia la música de Mahler como dones que acaricia con los flexos de las bibliotecas. Cuando dice en voz alta que Madrid no es una serie de Netflix, que levante la mano quien se sienta aludido antes y después de que Pablo Iglesia deje la vicepresidencia segunda del Gobierno. Si alguien le pregunta (o replica) que por qué motivo lo ha afirmado, ella siempre contestará que sus palabras son esas y no otras, puesto que lo que se argumenta con convicción no sigue el camino del destierro. Entre otras cuestiones, siempre le podrá preguntar a Iglesias por qué razón ha escrito con hache la preposición a o ha confundido infringir con infligir. Entre gramática y ortografía anda el juego de una cultura, donde la lengua escrita sufre los vaivenes de lo que no se lee en los libros que agonizan en las estanterías. Es leyendo como Mónica García Gómez ha enmarcado en el recuadro de la historia la reflexión de Platón: «Los sabios hablan porque tienen algo que decir; los necios, porque tienen que decir algo». La nueva estrella de la política convierte los sustantivos, los adjetivos y los verbos en figuras retóricas. Y en metáforas, que nos recuerdan que dice lo que piensa y siente lo que dice, como si su acento fuese una partitura de Beethoven. Para, así, alternar los mitos y las razones.

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