Comunicación (im)perinente

Francisco García Marcos

El okupa y la cabra

Los sociolingüistas insisten en la conveniencia de acomodar los escenarios y las escenas entre los que discurre la comunicación; o lo que es lo mismo, en mantener una estrecha coherencia entre el lugar, el momento, el tono y el asunto en que se comunica. Cuando se rompe esa harmonía, los objetivos de la comunicación son susceptibles de ser considerados aviesos, no pueden evitar que lata en ellos un trasfondo sospechoso.

La política actual ofrece abundantes ejemplos de dislocación de ese binomio. No parece que se trate de descuido o impericia. Más bien todo apunta a que se despliega una estrategia comunicativa destinada a llamar la atención mediante mensajes que no se corresponden con las coordenadas entre las que circulan. Durante la pasada celebración del Día de la Hispanidad, en el núcleo central del acto de Madrid, la derecha increpó agriamente a Pedro Sánchez, al que no vacilaron en tildar de okupa. Como hubiera dicho el siempre hábil Jordi Pujol, eso no tocaba entonces, era asunto de otros escenarios y de otras escenas, de otras circunstancias y de otros foros. En ese momento Pedro Sánchez estaba representando al vértice del poder ejecutivo en un acto de máxima solemnidad. Ejercía, como le corresponde, de presidente de todos, de quienes lo votan y también de quienes están en desacuerdo con su gestión política. Esa distorsión comunicativa, tan evidentemente premeditada y focalizada, tiene más enjundia. Alimenta la vieja presunción de que el sentimiento de patriotismo y el reconocimiento hacia las Fuerzas Armadas son patrimonio exclusivo de la derecha. De manera que por ese camino también se soslaya que son un referente común, que los soldados de España los son de todos, sin distingos políticos. No en vano son tropas constitucionales, motivo por el que desfilan en un acto tan señalado de identidad nacional. En todo caso, la idea tampoco es nueva. La oposición va insistiendo con cierta periodicidad en que Sánchez no está legitimado para ser el inquilino de la Moncloa, lo que le otorga ese dudoso honor de considerarlo un okupa político. Es un argumento que bordea peligrosamente el acantilado en democracia. En ella los cargos se alcanzan en virtud de lo que posibilitan las urnas, como ha sucedido en el caso de Sánchez. Los únicos okupas del estado podrían ser aquellos que alcanzan esas responsabilidades sin el pertinente respaldo del sufragio ciudadano. Los estados modernos no son predios que se heredan o edificios que se toman al asalto. No deberían tener cabida nada ajena al saludable ejercicio del voto, empezando por las monarquías y terminando por la más mínima sospecha de dictadura. Sobre las secuelas que dejan esos okupas políticos, por desgracia, en España tenemos sobrada y lúgubre experiencia.

Como alguien recordaba estos días en los medios, el resumen del Día de la Hispanidad en Madrid fue demasiado pintoresco: quienes menospreciaban en público al presidente del gobierno, sin embargo aplaudían con entusiasmo febril a una cabra desfilando entre las tropas. Patético.

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