No lo tuvieron fácil. En esos lejanos 50, 60 y 70, nada lo era. Tuvieron que dejar de estudiar muy pronto, aunque tuvieran cualidades para ello, aunque les interesara. No eran los años de la guerra civil y recién había terminado la posguerra, pero no sobraba de nada. Era necesario trabajar para contribuir a la economía familiar. La alacena con la comida estaba siempre cerrada, porque una familia numerosa no se podía permitir tenerla siempre abierta y coger lo que cada cual quisiera. Eran tiempos grises, donde se cantaba el «cara al sol» antes de entrar a clase, había que besar la mano del cura si te cruzabas con él, los niños y las niñas iban a aulas separadas, la guardia civil te podía pegar una paliza por robar unas naranjas o disolver cualquier reunión, así porque sí, porque «no son horas».

Fueron niños que se divertían en la calle, el campo… con las piedras, las ramas, los animales… inventando («nada bueno» a ojos de los mayores). Niños que tuvieron que dejar de serlo muy pronto. Con la energía que dan los veinte años, burlaban como podían toda la carga de imposiciones sociales, a veces cantando, bailando, haciendo de las suyas, ansiando una libertad que costó mucho conseguir. Lo pasaron realmente bien, por qué negarlo. Parecían reírse de todo lo establecido, creían, como creen todos los jóvenes de todas las generaciones, que las cosas podrían ser de otra manera.

Cuando formaron una familia, hicieron lo que mejor sabían hacer: trabajar, trabajar y trabajar. A pesar de no estar preparados para ello, se zambulleron, saltaron al vacío, se preocuparon también por darnos unos profundos valores personales. Nos enseñaron a montar en bici, a nadar, nos llevaron a la playa o a las humildes vacaciones que podían permitirse. Nos hicieron sentir que éramos únicos, que éramos importantes y que podíamos llegar donde quisiéramos, sin límites. Querían, por todos los medios, que tuviéramos una vida mejor que ellos… y lo consiguieron. Nos dieron un futuro a través de unos estudios. Sentaron las bases para ser lo que somos hoy en día.

Esta es la historia resumida de mi padre, Luis Ibáñez Cervilla, a quien dedico hoy esta humilde columna, y es también una historia compartida que no nos podemos permitir perder. Traigamos estas historias a nuestros días, compartámoslas, hablemos con ellas y ellos, en el aula y en los centros, en familia, mientras los tengamos a nuestro lado.

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