Vuelve, a su playa vuelve. Bueno, no es la misma ni lo hace por Navidad, que vaya calores que estamos padeciendo este verano (si con esta temperatura el dichoso coronavirus no se muere, es que va a estar con nosotros hasta Dios sabe cuándo). La palmera de Costacabana era uno de sus símbolos. Escuálida, alta, de poca sombra proyectada y unas palmas largas y duraderas como la barba de Matusalem. La última gota fría, la que inundó entre otras casas del barrio, la mía de asqueroso lodo de la Rambla del Charco, la partió por la mitad. Un año sin ella, oye pues se echa también de menos, para lo poco que tenemos en el barrio, mejor no perder más. A veces parece que formamos parte de la España vaciada u olvidada (cuánto echamos de menos un cajero, una heladería, una tienda de ropa, un kiosco de pipas...), aunque llegan los fines de semana y la playa se pone que parece Miami. Desde la atalaya donde su tatarabuela vio tantos y tantos bañistas, una nueva y pequeña palmera vuelve a estar de vigía.

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