Antonia Amate

Un paseo por el jardín de mar

Se despertaron temprano, llegaron anoche a un hotel cercano al Parque natural de Cabo de Gata. Amanecía y desde su balcón se divisaba la montaña, adentrándose en el mar, coronada por una bruma matutina, que la volvía fantasmagórica. Los niños disfrutaron en la piscina como si estuvieran en un día de feria, así que la siesta fue larga y apoteósica. Cuando atardeció, había actividades lúdicas, y decidieron pasear por esas playas idílicas, que presentaban las agencias de viajes.

El sol comenzaba a declinar y el paseo era agradable, mojando sus pies en las cálidas y transparentes aguas que rompían de forma pausada e intermitente. Fijaron su vista en un pequeño banco de diminutos pececillos, que huían en cuanto los percibían cerca. La playa estaba casi desierta, y ello a pesar de estar en plena temporada turística. Kilómetros de arena y agua hasta donde se perdía la vista, sin una edificación, ni un chiringuito, justo lo que iban buscando. En su entorno, tierra adentro, solo arena y plantas quemadas por el sol, era la primera impresión que recibieron.

Pronto les sorprendió la belleza de los agaves, con sus pitones enhiestos y sus flores en manojos, como nidos sostenidos, con delicadeza inaudita, en las puntas de sus ramas. Fijando mejor su vista, descubrieron pronto que el paisaje ondulado lo formaban pequeñas dunas, detenidas en el tiempo, coronadas por plantas, que las cubrían con un manto de recogimiento, y en cuyas ramitas se abrazaban pequeños caracoles blanqueados por el sol inclemente que los abrasaba. De vez en cuando una lagartija, cruzando de una duna a otra, quizá asustada por el ruido de sus pies descalzos al acercarse, o más bien, buscando algún insecto desprevenido que echarse a la boca.

Todo lo que veían les sobrecogía, era justo lo que habían buscado durante meses. Poco a poco el sol, cada vez más cerca de su ocaso, iba tiñendo de rosas violáceos, el cielo y las montañas que se acercaban, conforme avanzaban. Distinguieron, apenas unos metros más adelante, una pequeña laguna de aguas estancadas, flanqueada de "tarays" y cañaverales, tan altos como pinos y tan densos, que parecían un bosque diminuto.

En su centro, flamencos rosados y pequeñas garzas, paseaban ajenos a cuanto ocurría a su alrededor. A sus pies, como por encanto, desapareció la arena y, en su lugar, cubría el suelo una alfombra cuajada de flores blancas, cuyo suave perfume les llegaba a través del aire marino, que se había levantado con la puesta de sol, al fondo un unicornio los observaba, cada cual más asombrado de haberse conocido. Sonó el móvil: "Si, en Almería… ya nos dijisteis... viento horrible… todo seco… mejor iros a una playa de moda…". Colgó, se miraron cómplices y a carjadas dijeron: ¡este jardín no se pisa!

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