Encuadrada en las leyes de Murphy, proclama la primera ley de Chisholm que toda situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar. A la vista de los resultados electorales del pasado domingo, fue justamente eso, tan pesimista como probablemente cierto, lo primero que se me vino a la cabeza. Nos deja el recuento un país de hecho ingobernable, en el que las posturas se radicalizan, los extremos se fortalecen y se estrecha el hueco de las necesarias soluciones concertadas. A la mala noticia de una fragmentación endemoniada, hay que unir el estrago creciente de lo centrífugo: la presencia de las CUP en el Parlamento, los buenos números del independentismo catalán -los mejores en unas elecciones generales-, el mantenimiento del PNV y la subida de Bildu ahondan en la herida de una nación fracturada, sin salidas visibles para su insoportable conflicto territorial.

Vivimos, incluso, una extraña noche sin ganadores. Así, el PSOE, lejos de confirmar la hipótesis de un avance tranquilizador, queda ahora en una posición aún más difícil, atrapado en una matemática parlamentaria que debilita su liderazgo, obliga a combinaciones antes indeseables y multiplica el coste de las cesiones.

No mucho mejor le fue al PP. Ha crecido sí, pero a costa de dinamitar el centro y de adjudicarse un compañero de espectro que condicionará y limitará la moderación de sus mensajes. Su mínima implantación en el País Vasco y en Cataluña debilitan, además, su aptitud como fuerza que aspira a vertebrar España.

El triunfo de Vox parece evidente. Pero en sus cifras hay bastante más enojo que convicción. En términos generales, el crecimiento de la derecha extrema petrifica el debate político, cierra la puerta a cualquier opción de alternancia y alimenta una dinámica frentista de la que poco o nada cabe esperar.

De Unidas Podemos debe subrayarse que no ha logrado detener su caída ni resolver sus graves problemas internos. En el envite frente a Errejón, al que laminó, Iglesias, aunque gobierne, extravió su condición de socio único y determinante en la conformación de una mayoría de izquierdas.

Al cabo, Ciudadanos, a causa de sus errores estratégicos, ha sufrido el mayor castigo. Resta por averiguar si la hecatombe, para el partido y para el sistema, es o no definitiva.

La del 10 de noviembre fue una pésima noche. Aquélla en la que ni la convivencia, ni los retos futuros ni la estabilidad supieron encontrar un esperanzado amanecer.

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