La plaga

La proliferación de tórtolas turcas empieza a hacer desagradables los jardines y las terrazas

No es islamofobia lo mío con las tórtolas turcas. De hecho, la primera que vi, hace 25 años más o menos, me pareció preciosa. Como una señorita, mientras que las palomas se me antojaban señoronas, apunté en mi diario. Diez años después volvieron a mis notas, ay: "Peligro de la muchedumbre: las tórtolas turcas. Si fueran menos, qué bonitas serían".

Tenemos la sensibilidad excitada por Los pájaros de Hitchcock. Dante, con su segundo círculo del infierno lleno de pájaros dando vueltas, tampoco ayuda. Pero lo de las tórtolas turcas es una plaga sin cinefilias ni fobias. No hay más que mirar al cielo.

No se ve otro ave. Se echa muchísimo de menos a los jilgueros y a los gorriones. Por lo visto, las tórtolas turcas compiten por su comida, y eso se lo pone muy difícil. También están desplazando a la tórtola común, aunque la paloma torcaz resiste terca el envite.

La tórtola turca debe su nombre, como la geografía indica, a la península de Anatolia. Ha tenido una expansión fulgurante. Extraña por dos motivos: la ha hecho por sus propios medios, sin sueltas irresponsables de mascotas y, además, es sedentaria, por lo que su globalización choca más. A mí, menos. Se reproducen a tal velocidad (hasta seis puestas al año) que, por pura densidad de población, las nuevas turcas se mudan un poquito más allá, y así sucesivamente.

Su nombre científico denota que, desde el principio, no despertaron entusiasmo. Se basa en una leyenda que mezcla el cristianismo con las metamorfosis de Ovidio. Se llama Streptopelia decaocto porque su canto parece repetir obsesivamente (de la obsesión no hay duda) dieciocho, dieciocho en griego… Un soldado romano se apiadó de Cristo en la cruz y quiso comprarle un cuenco de leche. La vendedora pedía 18 monedas y el romano sólo tenía 17. No le bajó el precio y repetía decaocto, decaocto, todo el rato. Jesús la maldijo -lo que es inverosímil- y se convirtió en esta plaga. Si se aviniese a decir "diecisiete" se rompería la maldición. En cambio, si sube a "diecinueve" el fin del mundo estaría cerca.

Lo ideal sería que dijese "diecisiete" de una vez y nos dejase con nuestros jilgueros y verderones. Si no, no estaría mal que algún político, en vez de mirarse el ombligo y entretenerse con sus encuestas y sus luchas internas, levantase la vista y tomara alguna medida. Unas cuantas son bonitas, pero la invasión que tenemos encima es sucia, inquietante e insostenible.

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