La cuarta pared

Las puertas de Dublín

Puertas de entrada en una amalgama de potentes colores esmaltados, salpican las calles de Dublín

De las ciudades europeas que conozco, hay una a la que le tengo un especial cariño. No es demasiado grande, ni tampoco la más monumental, pero tiene algo difícil de expresar en palabras que para mí la hace diferente. Puede que el hecho de que durante mucho tiempo en Almería hayamos tenido varias conexiones de vuelo directas a Dublín haya tenido algo que ver en ello. Es una ciudad que he podido visitar en varias ocasiones. En pareja, con amigos, con mis padres o hasta con mi abuela. Es una ciudad acogedora, con una almendra central atravesada por el río Liffey, abarcable y ciertamente densa, con alturas de entre 4 y 5 plantas envuelta por una extensa masa urbana de suburbios residenciales, parques y zonas verdes. No es una ciudad de grandes avenidas, ni fastuosas glorietas dedicadas a grandiosas batallas militares. Dublín parece corresponder con carácter afable y humilde que sus habitantes destilan. Sin restarle ni un ápice de protagonismo a su Castillo, o al famoso Trinity College, para mí la singularidad de las puertas que salpican las calles de Dublín tiene un interés urbano que trasciende su propio valor pintoresco o meramente decorativo. Las georgianas fachadas de Dublín son muy parecidas por no decir idénticas a las que podemos encontrar en distintas ciudades de Inglaterra, pero en ellas destaca el colorido de las puertas de entrada, que de forma heterogénea y aparentemente anárquica, parecen competir en una amalgama de potentes colores esmaltados. Rojos, amarillos, azules o verdes rompen la monotonía de los lienzos de ladrillo rojo en un aparente acto de rebeldía sobre el orden establecido.

Según parece, tras la muerte del marido de la reina Victoria, esta ordenó pintar de negro todas las puertas del imperio en señal de luto, y como bien es sabido, los irlandeses nos empatan en profesar poca simpatía hacia la pérfida Albión, motivo por el cual no solo no obedecieron la orden, sino que lo celebraron haciendo justo lo contrario. Lo heterogéneo o aparentemente desordenado no siempre tiene que tener un mal resultado si obedece a un sentido primigenio que le de consistencia.

Lamentablemente, por estas latitudes y salvando las distancias, nos encontramos con nuestra particular versión de "las puertas de Dublín". Fachadas llenas de balaustres neoclásicos, ribetes de teja, recercados con molduras, y aguiluchos de piedra artificial que son la antítesis del valor de la singularidad. Una oda al más rancio de los egocentrismos.

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