De lo religioso y lo estético

Podemos acceder a secretos donde la contemplación estética ensimismada se troca en conocimiento

V ISITANDO hace unos días por enésima vez la Cartuja de Granada vuelvo a disfrutar sin cansarme de sus prodigios estéticos, sublimes, que abarcan todos los registros posibles, desde los escenarios más despojados, íntimos y recogidos, hasta los de mayor riqueza y explosión decorativa fastuosa, casi lujuriosa. Desde el último gótico conventual, de gruesos muros y simplificadas bóvedas de crucería en los espacios comunes para legos, refectorio y sala capitular, pasando por el renacentista claustro de bellísimas arcadas toscanas de indudable referencia florentina, hasta el barroco más extremo de horror vacui desarrollado durante los siglos XVII y XVIII en la iglesia, la capilla de sagrario y la sacristía, con tal equilibrio y riqueza inventiva que lo colocan como el más logrado de esa época en España, en la Cartuja granadina se asiste de continuo al arrobamiento estético más alucinado y turbador. No vamos a descubrir aquí como novedosas las alianzas necesarias entre la religión y el arte a lo largo de todas las épocas y culturas, pues es un tema largamente analizado desde hace mucho en todos los ámbitos del pensamiento y el conocimiento histórico científico, pero si conviene reflexionar sobre el hecho de que la vida religiosa más despojada y auténtica tiene también necesidad de la belleza para su propia supervivencia como experiencia humana enriquecedora. Me explicaré. En el caso del cristianismo, es evidente que el matrimonio entre religión y arte fue siempre necesario para materializar satisfactoriamente el espacio de la propaganda, de la difusión de una determinada ideología y mitología y de la exhibición de un poder terrenal impresionante ante los fieles. Pero no lo es menos el hecho de que, en espacios cerrados a los fieles, privativos tan solo del clero, el arte sea también el vehículo necesario para que, a través de una contemplación estética sublime, se afiancen los convencimientos personales y la vida religiosa sea más enriquecedora y mística, si se quiere. Durante siglos, los muros de la Cartuja, cerrados al resto de la comunidad de fieles, eran el cobijo exclusivo de un grupo de frailes de vida retirada, un grupo de afortunados en el gozar de las maravillas artísticas, de los alumbramientos estéticos inagotables, que allí se guardan. Hoy tenemos el mismo privilegio todos, pues podemos acceder a esos secretos donde la contemplación estética ensimismada se troca en forma de vida y conocimiento profundo, poético, de la realidad.

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