Comunicación (im)perinente

Francisco García Marcos

El rescate

Todo estaba dispuesto con profusión de publicidad y rigor, con fases muy precisas y meditadas. Aerocámaras, una empresa especializada en drones, tenía dispuesto el rescate de los podencos que, como náufragos entre lava, resistían numantinamente los embates volcánicos de La Palma. Los técnicos explicaron con minucia ante las cámaras los detalles de una operación inédita, para la que no habían reparado en emplear los medios más sofisticados a su alcance. La noticia, que recorrió reiteradamente los informativos, parecía extraída de algún escenario preparado por el Hollywood más heroico y futurista. Nada de ello, como por lo demás era previsible, aceleró el pulso de la enrevesada y farragosa burocracia española. Tras recorrer el listado de instancias implicadas, cuando, por fin, se cumplimentaron todas las autorizaciones pertinentes, los drones de Aerocámaras sobrevolaron en vano el cielo ceniciento de La Palma. Los podencos habían desaparecido. Se desataron de inmediato las consiguientes especulaciones: habían muerto (¿y volatilizado?) o se habrían guarecido del calor (¿dónde?). Como detalle marginal, en su lugar se habían localizados unos conejos que, a lo que se ve, o no son susceptibles de ser rescatados o disponen de características desconocidas que los hacen inmunes a la lava. Al parecer, ahí siguen, no hay dispositivo de evacuación para ellos, tampoco hemos vuelto a tener noticias al respecto. Antes de que interviniera Iker Jiménez, se resolvió el misterio. Un grupo anónimo de lugareños, auto-nombrados como Equipo-A, desatendió la normativa que impide entrar en la zona de exclusión, sorteó los riesgos evidentes de transitar entre lava recién vertida, rescató a los perros, dejo un cartel y desapareció, esta vez sin cámaras. Para los más jóvenes, el mencionado equipo, especializado en misiones imposibles y anónimas, daba nombre a una serie americana muy popular en la década de los 80. El rescate de los podencos de La Palma es una metáfora profunda de una sociedad en la que administración y administrados viven permanentemente de espaldas, en constante incomunicación. Viene a ser un exponente de esa desidia y ese anarquismo telúrico que se han manifestado en tantas ocasiones a lo largo de la historia de España, siempre con su cara y su cruz simultáneas, protagonizadas de manera indiscriminada por cualquiera de ambos actores. Aquí no hay malos y buenos absolutos, sino simplemente españoles. Unas veces el pueblo solventa la torpeza de la administración, incluso con heroicidades temerarias como esta. Otras sucede lo contrario. En 1812 los diputados de Cádiz elaboraron la constitución más moderna de su tiempo, referente para toda Europa durante el siglo XIX. Once años después, el pueblo llano decidió hundirla al lamentable grito de "vivan las caenas". Esa ocurrencia bufa supuso, ni más ni menos, que el ascenso al trono de Fernando VII, uno de los personajes más patéticos de la historia universal. Acababan de firmar, incomprensiblemente, el retorno del absolutismo más burdo. Simplemente, España.

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