El señor de la roca

Hay actividades que brindan la posibilidad de acercarse a uno mismo. Escalar es una de ellas

El lagarto asomó la cabeza por una oquedad de la roca. Desafiante miró al humano que lo contemplaba. Sobre sus cabezas el cielo, bajo sus pies treinta metros de vertical hasta el suelo. El intruso presentó sus respetos al reptil pero, antes de continuar el ascenso, cerró los ojos, respiró profundamente y se concedió un instante.

El pecho se henchía con un aire que sabía a sudor y piedra. El viento soplaba suave, enfriando los ánimos de un sol invernal que, empecinado, quería seguir ejerciendo su oficio. A sus oídos llegaba el eco apagado del compañero que, desde abajo, manejaba con firmeza la cuerda de seguridad. Esta se le antojó una suerte de cordón umbilical que conectaba a ambos en un juego de subir y bajar, de cuidar uno y de arriesgar otro. ¿No era la vida algo parecido?

Llegar hasta allí había resultado duro. Sus manos rubricaban con sangre el pellizco con alguna arista afilada. El rojo se mezclaba con el blanco del magnesio y la negrura de la tierra formando un barro cuasi primigenio. La roca te daba una cura de humildad a cada gesto. El principiante cae en la tentación de usar la fuerza bruta para conseguir grandes avances. La experiencia y algún sabio compañero te acababan convenciendo de lo contrario. Los movimientos, medidos. Los pasos, chiquitos. Subir unos centímetros los pies y otro tanto las manos te concedía una perspectiva diferente. Si antes no veías dónde agarrarte ahora se mostraba un rosario de pequeñas y casi infinitas posibilidades para sujetarte. La avaricia también se castigaba durante la subida. Un gran bolo al que asirse pudiera parecer satisfactorio pero siempre escondía el riesgo de arrancarlo y proyectarlo sobre cabeza propia o ajena. La presa pequeñita, humilde, se mantenía firme si sabías cómo tratarla. También había lugar para cultivar la confianza. Tu pareja debía encontrar el equilibrio adecuado para proporcionarte cuerda cuando la necesitabas y sostenerte cuando fallabas.

Pero escalar implicaba, fundamentalmente, enfrentarte a ti mismo. La piedra se convertía en un espejo que devolvía el reflejo de tu ambición y de tus miedos pero también de tus capacidades y tus logros.

El señor de la roca permaneció impasible en su trono, aquella era su fortaleza. Entretanto el forastero abrió los ojos, profirió un grito de esfuerzo y se lanzó a coronar la cima. Esta era el objetivo pero, en realidad, que poco importaba llegar al final.

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