La serenidad del maestro

¡Qué paradoja, aunar fiesta y muerte ante un mismo evento!, ¿verdad Fausto? La bravura es su secreto

Mientras la campiña virgitana nos deslumbra estos días con sus almendros de nata, uno de sus hijos más ilustres, mi amigo Fausto Romero, anda librando una batalla parda por la vida, allá, en Madrid, contra un cáncer que, lo confiesa él, le tiene «cansado, porque no obedece, de momento, al tratamiento y me está haciendo mucho la puñeta», según publicó desde su tribuna dominical en la Voz, hace poco. Lo dijo, nos informó a todos del trance, como siempre suele hablarnos a sus lectores, con serenidad, sin perder el sentido de la compostura y gallardía con que engalana su trato habitual. Desde el afecto personal y admiración profesional que le mantengo desde hace décadas, (acaso sazonada con la crudeza con la que compartimos querencias y frustraciones justicieras) voy siguiendo, siquiera imaginariamente, su peripecia cancerígena como una lucha que, quizá ingenuamente, metamorfoseo ocasionalmente en una especie de rito taurino de singular porfía, que el maestro, Fausto, dotado de donaire y valor, afronta como una fiesta impiadosa en la que uno, él ahora, se juega la vida para que el poderoso bicho que le embiste, al final flaquee humillado, acule en tablas y caiga descabellado en el albero. Una faena de aliño, fiera y sin florituras, que estoicamente reveló en alguna de sus tribunas invitándonos a compartirla, tal vez, porque para Fausto, como nos ha contado tantas veces, no es la cantidad, sino la calidad de lo contado y compartido lo que importa, lo único que nos debe importar para no deshonrar el don de vivir. Por eso quiso compartir también este brete, digno de un maestro de la tauromaquia, esa fiesta ancestral que enfrenta serenidad y muerte. ¡Qué paradoja, aunar fiesta y muerte ante un mismo evento!, ¿verdad Fausto? La bravura es su secreto: sin braveza no hay aurea, ni fiesta, solo el ridículo toreo de salón. A la bravura, empero, sea del toro o del torero, se le aplaude como a un dios. Y como a un dios del arte de la vida, querría enviarte mi calor y mi aliento en la lidia que mantienes con el morlaco cancerígeno, errático y cornigacho que, entre la ciencia y tu temple, sin duda vais a esquivar para reaparecer, pronto ya, por la puerta grande de tu tribuna provocadora, para seguir mostrándonos retóricas siempre originales, ya políticas, sociales o familiares, siempre inconciliables con la indiferencia. Un regreso que aquí, en Almería, seguimos esperando muchos, compañero.

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