Metafóricamente hablando

El silencio en el desván

Hay días en que te molestan los pájaros, el viento, la gente y hasta los abrazos

Hay días en que te molestan los pájaros, el viento, la gente y hasta los abrazos. Hay días que desearías que no amaneciese, para que la noche siguiera cubriendo tu intimidad. Necesitaba como agua de mayo un poquito de soledad, ese lugar recóndito en el que perderse del mundanal ruido, en el que el silencio es tan pesado que sientes la pulsión de la sangre en las venas, o los latidos acompasados de tu corazón. La vida se había convertido en una ruidosa pachanga, y no podía acertar a determinar cómo, ni cuando había ocurrido tal desmán. Las radios, las televisiones, la necesidad de estar informados minuto a minuto de todo cuanto acontece en el vasto y ancho universo, nos encadenaban cada vez más, hasta vivir ajenos a nosotros mismos. Echaba de menos aquellas tardes invernales en las que, encerrada en su habitación, leía libros de aventuras, comiendo palomitas. Si cerraba los ojos, aún podía escuchar el crepitar de los granos de maíz inflados, cuando los apretaba entre sus dientes. Las calles silenciosas parecían deshabitadas, y ella, ausente de cuanto le rodeaba, se sumergía en el mundo imaginario que describía el autor del libro que tenía entre sus manos. La vida discurría lenta, como aquellos trenes de mercancías que rompían la quietud de los días, con su sonido estremecido y metálico. Recordaba las mágicas tardes de lluvia, en las que l@s niñ@s salían a chapotear entre los charcos, con las katiuskas puestas y la algarabía propia de la edad de la inocencia, aquella en la que algo tan simple como el sonido del agua, era capaz de hacerles estallar de alegría. Hoy había tomado una decisión crucial, se rebelaba contra todo lo que la había separado de satisfacciones tan olvidadas. La lluvia golpeaba contra la cristalera blindada de la oficina. El ruido de la gente que iba de un lado a otro con el pinganillo en la oreja, hablando con personas que ni siquiera conocían, le impedía escuchar el martilleo incesante de las gotas de agua chocando contra el cristal, no se olía a tierra mojada, ni a hierba fresca, y sintió con nitidez la tristeza que encerraba su corazón, aplastado por la disciplina y el ruido ensordecedor de la vida en la ciudad. Echaba de menos la música cadenciosa de las goteras en el silencio de la noche, cuando el agua discurría por los techos de caña y launa de las viejas casas de sus abuelos, añoraba el aroma a leña quemada, y las risas alegres de los que contaban chascarrillos alrededor del fuego. Sacó del desván el silencio, la alegría, las katiuskas y un viejo paraguas, y se despidió de aquel lugar en el que había sido de todo, menos feliz.

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