Las primeras declaraciones de la ministra Reyes Maroto sobre el desastre de La Palma han causado escándalo. En verdad no parece de recibo que a la ministra, mientras cientos de familias sufren, se le ocurra presentar la catástrofe tan sólo como un "espectáculo maravilloso" y un "reclamo" turístico. Sus palabras revelan una clamorosa falta de sensibilidad: nada hay de "emocionante" en lo que realmente es una auténtica tragedia. Y aunque Maroto rectificó de inmediato, la estupidez ya estaba consumada.

Porque no la considero una actitud insólita, me detendré hoy en el fenómeno del que semejante error es claro síntoma: desde hace décadas viene apreciándose una progresiva disminución de la empatía. Dicen los expertos que la avalancha diaria de situaciones terribles que se nos exhiben, por incesante, está provocando una normalización del infortunio. Nuestro cerebro empieza a perder su capacidad de sentirse concernido, propende a alejarse de las desgracias ajenas.

La fatiga por compasión, una patología conocida desde 1992 y entonces circunscrita al personal sanitario, se extiende ahora a la sociedad en su conjunto. Abrumados por la acumulación de malas nuevas, estamos agotando nuestros depósitos de empatía. Es obvio que no todos somos iguales y que cada cual ofrece su propia respuesta frente a las calamidades. Pero, en líneas generales, la tendencia se confirma: cada vez nos identificamos menos con los azares del prójimo, nos hieren menos sus heridas, compartimos menos sus pesares.

Hay quien destaca que gran parte de la responsabilidad en este proceso de deshumanización recae sobre los medios de comunicación. Desviaciones como el sensacionalismo amarillista no contribuyen precisamente a la comprensión cabal de lo que pasa y nos pasa. Su falta de rigor incrementa la angustia y, llegada ésta al punto de lo insoportable, activa la indiferencia como mecanismo protector. Yo creo, sin embargo, que concurren otras causas de relevancia similar (la globalización de las desdichas o la inmediatez con la que se nos transmiten, entre otras, coadyuvan igualmente a esa angustia que al cabo inhibe nuestro impulso compasivo).

Y miren que el asunto es grave. Si nos olvidamos de empatizar -Reyes Maroto acaba de hacerlo-, si ya no queremos ponernos en el lugar del otro, estaremos degradando nuestra condición de seres humanos. Y, con ello, para nuestra vergüenza, construyendo una sociedad asalvajada, cruel e invivible.

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