Partiendo de la definición que nos ofrece el DRAE -"altivez y apetito desmesurado de ser preferido a otros"-, no me resultaría demasiado difícil evaluar el nivel de soberbia que se está alcanzado en la política española. La altanería y la jactancia, actitudes que acompañan y agravan tal exceso, aparecen hoy en la gran mayoría de nuestros líderes. Este patético panorama colabora decisivamente en la configuración de una España fratricida, de bandos y bandas, mucho más dispuesta a la puñalada que al diálogo. El ensoberbecimiento en el vértice se transmite rápidamente a todas las zonas de la pirámide, resquebrajando su coherencia y su armonía.

No obstante, siendo constatable lo anterior, nada de ello sería factible si la sociedad misma no hubiera asumido como cierto un principio falso: la labor de los políticos no consiste, como nos imbuyen, en regular la convivencia entre los ciudadanos. Todos, con independencia de su ideología, se consideran indispensables en la guía y en la tutela de un pueblo que, afirman, sin ellos sería incapaz de coexistir. Nos acercamos, entonces, a la raíz del dislate. Como alguien señaló, la "fatal arrogancia" de quien se siente más inteligente que el resto no es el mayor pecado de los políticos. Consiste éste en lo que se denomina la "humilde soberbia", en el convencimiento, tan arraigado en ellos, de que el orden espontáneo, fruto de la libertad individual, jamás podría estructurar un mundo vivible. De ahí al dirigismo hay un paso. En el fondo, es su absoluta desconfianza en el ser humano, al que entienden capitidisminuido, la que los impulsa a tratar de imponerle normas y más normas que suplan su minusvalía. Esta "misión" de salvarnos deriva después en el enfrentamiento de fórmulas con el propósito de aplicar cada uno la suya, incompatible, claro, con cualquier otra.

La auténtica petulancia de los políticos es la de considerarse imprescindibles, seres llamados a pastorear un rebaño que necesita de sus ideas y de su fortaleza para no terminar encanallado y disperso. De esa básica soberbia, de ese recelo frente la sensatez individual, nacen más tarde las otras: el afán de consagrar el propio criterio, el intento, estúpido y ofensivo, de monopolizar el gobierno de vidas y haciendas. Les falta, me parece, la valiente humildad de respetar el libre juicio de cada cual. Sus egos descomunales sólo esconden, intuyo, el inmenso y enfermizo pavor que les provoca la libertad.

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