La esquina
José Aguilar
Se odian hasta con Venezuela
Desde hace unos pocos días, nuestra provincia puede disfrutar de una exposición histórica por su importancia, calidad y singularidad. Por vez primera han viajado a nuestra tierra medio centenar de obras de Joaquín Sorolla, el gran pintor español de finales del XIX y principios del XX, acompañadas de otras tantas de otros pintores valencianos de su época. Es el debut en tierras andaluzas de una muestra que contextualiza a Sorolla en el desarrollo de la gran escuela valenciana, con sus maestros, coetáneos y discípulos. Sorolla llegó a lo más alto en la pintura universal de su tiempo, se midió de tú a tú con los grandes naturalistas europeos y americanos, y cosechó los premios internacionales más prestigiosos. Desde el año 1900, en que recibe el Gran Prix en la Exposición Universal de París por su “Triste herencia” y se codea con figuras de la talla de Sargent, Zorn, Klimt, Rodin o Boldini, a Sorolla hay que explicarlo en clave internacional. Pese a ello, nunca olvida sus orígenes valencianos, tanto en las temáticas como en el estilo, y en la conciencia de pertenecer a una escuela. En su discurso como académico de San Fernando, que no llegó a leer, se reconoce hijo de esa escuela y rinde tributo a sus maestros valencianos, lo que revela su estatura humana y su nobleza. La exposición del MUREC es una oportunidad extraordinaria, gracias al empeño y trabajo del comisario Javier Pérez Rojas –almeriense que ha desarrollado su brillante trayectoria fuera de aquí- para ver reunidas un nutrido grupo de obras maestras. Aparece Sorolla representado en toda su carrera y evolución como artista. Hay que detenerse en la gran “Escena valenciana”, de imponente virtuosismo técnico, donde comienza su despegue personal y su paleta empieza a nutrirse de los matices que luego exacerbará. Del cambio de siglo, merecen destacarse las grisallas de escenas familiares navideñas –verdaderamente magistrales- , la “Elaboración de la pasa en Jávea” y el exquisito retrato de su cuñada Enriqueta. Dueño ya de su lenguaje, cuando despliega sus alas inmensas, están cuatro grandes obras de las pintadas en Granada en 1909 y 1910, poderosísimas y despampanantes, y un paisaje de La Granja trufado de verdes riquísimos y sinfónicos, preso de una emocionada captación de la naturaleza en movimiento. También un esencial retrato de Clotilde, breve y austero, resuelto con increíble economía de medios.
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