EL próximo jueves el pleno del Congreso de los Diputados aprobará la reforma de la ley del aborto. Como ya indiqué, las útimas dudas sobre el futuro de esta norma se despejaron el día en que el PNV decidió, rompiendo su tradición, que no dejaría libertad de voto a sus diputados, sino que todos ellos aceptarían la ley de plazos con determinadas condiciones.

Lo que el PNV pedía -y el PSOE ha aceptado, lo que hizo posible que la Comisión de Igualdad del Congreso diera ayer luz verde al dictamen de la ley- se refiere a la regulación de la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios, el respeto a las competencias autonómicas y, sobre todo, la obligación de que las menores de edad, entre 16 y 18 años, informen de su decisión de abortar a al menos uno de sus padres, tutores u ostentadores de la patria potestad sobre las mismas. La decisión, en todo caso, seguirá siendo de las menores embarazadas, dentro de las primeras 14 semanas de gestación.

No obstante, según pactaron también socialistas y nacionalistas vascos, este deber de comunicar a sus mayores la voluntad de abortar tendrá una excepción: no tendrán que hacerlo cuando aleguen fundadamente que hablarlo con ellos supondría "un peligro cierto de violencia intrafamiliar, amenazas, coacciones o malos tratos, o se produzca una situación de desarraigo o desamparo". Estos motivos de excepcionalidad son tan variados y genéricos que no hace falta ser adivino para deducir en qué se van a convertir: en un coladero. Será parecido a lo que con la ley vigente es el supuesto del daño a la salud psíquica de la madre, cuyos efectos indeseados se dice querer evitar.

Yo, que me declaro partidario de la ley de plazos para el aborto (de las adultas), no albergaba ninguna esperanza de que esta aparente concesión del Gobierno en la cuestión de las menores fuera a servir para restaurar la lógica y la racionalidad. ¿Que por qué? Por el pensamiento dominante. Con el sistema de valores que se inculca a los jóvenes y con la formación que se recibe en los institutos, está claro que todo lo que sea azuzar el sentido de la responsabilidad de los adolescentes está contraindicado. Se trata de todo lo contrario, de extender derechos sin deberes, de que nadie se haga cargo de las consecuencias de sus actos, de que ninguno/a pague por sus errores (por ejemplo, el de no usar conscientemente anticonceptivos, que pueden ser un incordio), de que ninguna frustración empañe la marcha triunfante de la juventud hacia una madurez que se promete, falsariamente, ajena a los problemas y conflictos.

¿Alguien pensaba que nuestros gobernantes iban a admitir que la muchacha embarazada tenga que pasar la vergüenza de decirle la verdad a sus padres? Que no sufran las criaturas, por Dios.

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