Solían ser sus viajes, largos relatos de su trabajo en los 80 países en los que estuvo. Tenía cháchara para acunar a cualquiera y, muchas veces, había que hacer un esfuerzo titánico para que no se te cerraran los ojos pese a que en sus historias había leones, serpientes gigantescas, narcotraficantes y mafiosos... Me voy acordando durante este año que ha pasado de sus aventuras y experiencias que, si antes me sacaban un bostezo, me despiertan en sonrisas. Y miedo a olvidarlas. En sus últimos días, mi padre, que era poco dado a hablar de su infancia, y menos aún al sentimentalismo, me contó historias de su padre al que yo no conocí. Médico, se vio obligado a participar en la Guerra Civil en el bando en el que no creía. No creía ni en la propia guerra. Como muchos. Querían volver a sus casas y optaban por pegarse un tiro amortiguado con la alpargata. Para un médico era evidente, pero el abuelo hacía la vista gorda. Fue con esta historia, y las visitas médicas a pacientes sin dinero y a las que le acompañaba de niño en bicicleta, la única vez que vi a mi padre resbalar una lágrima. Beso.

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