Metafóricamente hablando

Una tormenta imperfecta

Los gritos ahogados de su garganta se perdieron en la noche, como aquel vehículo con que se alimentó la fiera

Una vez más el verano se despedía con una torrentera. Mientras recorría la carretera serpenteante, el cielo gris parecía caérsele encima, derramándose sobre la tierra en forma de maldición bíblica. Estaba acostumbrada a esas lluvias que anunciaban la inminente entrada del otoño, pero parecía que cada vez más, salía armado de una guadaña. No había "gota fría", o "dana" que no se llevase por delante caminos, casas, malecones, o vidas humanas. Recordaba aquellos días de su infancia en que, ajena a la tragedia que pudiese conllevar aquel agua indómita, disfrutaba del sonido de la lluvia al chocar contra los cristales, arrebujándose contra el pecho de su madre cuando llenaba de luz la estancia el fogonazo de un rayo, a sabiendas de que detrás de él vendría el aterrador sonido del trueno. Era el mayor espectáculo que ella había contemplado nunca. Lo mejor de aquellos días era cuando el cielo se despejaba luciendo el inmenso arco iris que parecía sostener la bóveda celeste, mientras las nubes se alejaban. Los chiquillos, armados con sus "katiuskas", salían entonces a saltar sobre los charcos, llenando de agua y barro sus livianas ropas veraniegas, y mojados como iban, salían disparados a ver como bajaba el rio y las ramblas que cruzaban el pueblo. Aquello era algo extraordinario: las aguas arrastraban todo tipo de objetos: muebles rotos, vehículos, piedras, árboles, cañaverales o tarays, arrancados de raíz por la fuerza brutal de la riada, cuando se encontraban entre sí las escorrentías de los diversos ramblizos que desembocaban en el rio. La corriente rugía como un animal herido, y su furia era impresionante. Los niños observaban alborotados el espectáculo, sin preocuparse si los vehículos bajaban arrastrados con sus ocupantes dentro, o si los árboles que flotaban sobre las aguas, arrancados desde su raíz, eran el medio de vida de una familia que quedaba en la más absoluta ruina. Los niños nunca participaron de las preocupaciones de los adultos. Aquella inocencia nunca la abandonó, sintiendo una alegría interior incontenida cuando llegaban las tormentas veraniegas, trayendo esos días inéditos a esta tierra seca y árida, hasta un aciago día como el de hoy. Aquella madrugada la despertó un atronador sonido que la hizo saltar de la cama, observando como el cielo se desplomaba sobre la ciudad en forma de lluvia tan intensa que ocultaba la calzada, convirtiéndola en un cauce de aguas bravas, que discurrían como un animal herido. De repente, sus ojos se posaron sobre aquel coche negro introduciéndose en el paso subterráneo que tragaba ávidamente la corriente furiosa. Los gritos ahogados de su garganta se perdieron en la noche, como aquel vehículo con que se alimentó la fiera. Siempre se preguntó dónde estaría en aquel momento su domador y, si alguna vez, le habría despertado en sus sueños el grito sordo de aquel desdichado.

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