El último cartucho

Ahora lo que más se valora es todo aquello que nos merecemos por derecho, sin haber movido ni un solo dedo para conseguirlo

Intentar mirarse en el espejo y dudar de uno mismo. Hemos vacilado a la hora de enfrentarnos a esa imagen deformada y desfigurada del ser en el que uno no se debería reconocer. Pero lo cierto es que lejos de aprender a vivir con ello, hemos aprendido, más que nunca, a no fiarnos de él. No podemos permitir que las más oscuras galerías del alma sean quienes dominen los territorios más íntimos de nuestro espíritu. Y es que estamos en un mundo donde los seres buenos ya no existen. Han sido pasto de los viejos héroes de la memoria. Y como homenaje a ellos, nos han enseñado a comprender como normal lo que no lo es y lo anormal, como que está bien. Nos han arrojado a una lucha de egos que han desarmado todos los valores y principios que aún se permitían ondear en el ser humano.

En el mundo real, ese mismo en el que desahucian a las gentes, mientras que nuestro queridísimo líder se gasta en un día más de trescientos mil euros en un jet privado para quemar los últimos cartuchos electorales -los mismos que no ha sabido utilizar durante cuatro años: si será por falta de tiempo-, te das cuenta que todos estamos a merced de las vanidades de la humanidad. Y que lo único que nos diferencia de los demás mortales es el tiempo que vamos a tardar en sucumbir ante esos ostentosos y suculentos banquetes que nos brinda el ego y la mediocridad.

Así pues, ya sólo nos queda esperar. Esperar a que nos saquen de esta miseria que nos absorbe. La misma miseria que nos obliga a ver como normal que el mundo se nos muera entre las manos. Ahora lo que más se valora es todo aquello que nos merecemos por derecho, sin haber movido ni un solo dedo para conseguirlo. Se encumbra la Ley del mínimo esfuerzo. La mentira para no dañar al prójimo -esta frase sí que es buena: es capaz de contener el mayor cinismo al que puede aspirar un ser humano, sin despeinarse-. Atrás dejamos aquellos valores que diferenciaban a unos de los otros. Y quizás, más que nunca, hoy sea el momento de revelarse ante esta sociedad caduca y estéril y presentar un ciudadano con valores y principios morales. Un ser honesto, honrado, trabajador, humilde. Que no se corrompa o que no se venda por unos míseros euros, ni él ni a los suyos. Esa es a la sociedad que aspiro. Y cuando seamos capaces de exigir esas aptitudes en un individuo, podremos hablar de cambio. Pero no antes. Porque sólo nos espera el caos.

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