El último libro de Bob

Dylan también es un notable pintor, un enigmático escritor y un mago capaz de explotar su obra como muy pocos

Las pasadas navidades me regalaron el último libro de Bob Dylan, Premio Nobel de Literatura en 2016, que llevaba sin publicar nada impreso en papel desde 2004. Esta vez el truco para seguir atado al bardo de Minnesota es una preciosa edición de una obra que lleva el nada modesto título de Filosofía de la canción moderna. A sus 81 años, el enigmático y desconocido por inabarcable Robert Allen Zimmerman, ha vuelto a jugar con nosotros con el enésimo truco de predisgitación, mintiendo, exagerando, y sin embargo construyendo una fotografía atractiva y adictiva de su mirada acerca de unas cuantas canciones que le permiten opinar sobre lo que le viene en gana.

Dylan es probablemente el más relevante compositor que ha dado la música popular desde los años sesenta. También un mediocre intérprete de su obra y un pésimo productor al que se le nota que tras explotar sus ideas en su cerebro y una vez escupidas sus letras con más verborrea que cualquier rapero actual, como las perciban los oyentes le preocupa muy poco. Cualquiera que le haya visto en directo, recordará su desprecio habitual hacia lo que el público desea de él. Pero si usted no opina que estemos hablando de la cumbre musical de nuestro tiempo, seleccione veinte de sus canciones versionadas por otros intérpretes y descubrirá impresionado la calidad de sus textos y la emoción que trasmite su música.

Pero Dylan no sólo es un pilar capital de todo lo que le ha acontecido a la canción contemporánea, también es un notable pintor, un enigmático escritor y un mago capaz de explotar su obra como muy pocos han hecho. El libro, que evidentemente no ha escrito sin ayuda; no desarrolla teoría, ni filosofía alguna y además se centra en canciones de mediados del siglo pasado. No están en su lista los Beatles, los Stones o Neil Young, pero si Elvis Presley o Frank Sinatra que no compusieron ni una sola canción. Algunos de los comentarios que vierte son sencillamente inaceptables, como la defensa de la prostitución o de la poligamia y obedecen a una mentalidad que por suerte ya no se lleva. Pero entre tanta mediocridad, hay fogonazos de su genio que deslumbran y nos recuerdan que estamos en presencia del mejor contador de historias con una guitarra y una armónica a su lado y el más incorruptible testigo de la realidad. Sus palabras ya no son las de un soñador, sino las de alguien atrapado en la fantasía de las cosas tal como fueron antaño. Un viejecito cascarrabias convencido de que lo bueno pasó; que ya nunca creará otra obra maestra, pero que no puede dejar de intentarlo. Le perdonamos. Ha escrito muchas y, además, mejor terminar así que como Vargas Llosa.

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