Hace unas semanas, el economista Santiago Niño Becerra hizo unas declaraciones que levantaron revuelo: "Gran parte de la población no quiere pensar en lo que ocurrirá en tres meses. Estamos -dijo- ante el último verano". Niño, que tiene fama de gurú casi infalible, subrayaba así el contraste entre la euforia vacacional, que parece desatada entre los españolitos, y ese futuro, de tiniebla y pedernal, que se intuye a la vuelta del estío. En verdad, esta vez su pronóstico no parece demasiado temerario. La interminable guerra de Ucrania, el lío energético que amenaza a Europa, la subida de tipos que destrozará la economía de millones de compatriotas, la inflación insoportable que ha venido para quedarse y convierte el suministro diario en un milagro improbable, las tensiones sociales que aflorarán cuando la tierra otoñe, la caída de las expectativas empresariales y laborales, una recesión que se antoja ineludible, los propios números de un país endeudado hasta las cejas, derrochador como pocos y entretenido en chorradas marginales, el equilibrio inestable de una clase media que agota sus postreras reservas, la ruina, al cabo, que se dibuja en un horizonte de plomo y azabache, acojonan al más valiente, alejan la esperanza y desmienten cualquier conato de optimismo.

Ante ello, no es lógico, pero sí humano, que a la gran mayoría le haya dado por quemar sus naves. Las playas van a reventar, se come y se bebe como si no hubiera un mañana, se multiplican los viajes y los saraos, corre el dinero que aún se tiene -para pena, ninguna- y que quizá falte cuando las hojas alfombren los parques. Cual condenado en noche de vísperas, en el festín de la canícula española, el pueblo, súbito devoto del carpe diem, atiborra sus miedos de placeres tan amnésicos como presentes.

Hay quienes afean el propósito. Es hora, avisan, de prolongar el ayuno de los años recientes, de dejarse ganar por la cautela y aprovisionarse para lo peor. No ando yo en eso. Ya llegará, si llega, ese tiempo negro que nos auguran. Hoy es hoy, lo único cierto, y mañana Dios dirá. Y, de ocurrir, entiendo una estupidez dilapidar esto, nuestro último verano feliz, en hipotéticas cábalas preñadas de pánico y renuncia.

Desde aquí los animo: vivan la exuberancia de los momentos dulces, no esquiven ninguna ocasión de gozo. Porque no hay nada menos inteligente que sacrificar lo que es al ídolo, dudoso e irreal, de lo que tal vez, sólo tal vez, será.

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