De las vacaciones

Es la huida hacia delante del que no lleva nada por dentro

Solemos justificar las vacaciones como el descanso merecido tras un año de trabajo, la forma de evitar el estrés y procurar después una mayor eficacia y productividad en nuestra ocupación habitual. Un parón que se recomienda por saludable y necesario, para reflexionar y relajarse. O, al menos, un cambio de actividad que permite desconectar de la rutina. La realidad, no obstante, presenta un cuadro bien diferente al de la meditación intelectual. Vayamos a la raíz del asunto. Del latín vacaus, participio del verbo vacare; estar libre o desocupado, y vacuus que significa vacío, desocupado. Estar desocupado y estar vacío como sinónimos; así lo he entendido siempre. Los que tenemos una actividad nutriente y enfermiza, una dedicación obsesiva por algo, no acabamos de entender la cosa de las vacaciones. Lo normal es tener un trabajo poco o nada edificante, ingrato y extraño a las apetencias del individuo, que le va cercenando toda ilusión y empuje; un cuadro de insatisfacción que deviene en ansiedad o agotamiento. Algunos pensadores y científicos han apuntado, certeramente, que el secreto de la felicidad de muchos sujetos reside en el convencimiento e ilusión por lo que hacen, aunque sea una sola cosa, traumática y obsesiva; lo que no deja de resultar paradójico, ahora que habíamos aceptado el equilibrio como sanación de todos los problemas.

La tónica dominante de esta sociedad del desarrollo, cutre y sobrealimentada, aséptica y decadente, es el vacío más radical de todo pensamiento y sensibilidad. En una época estival, como la de ahora, proclive al asueto mal entendido, la gente gusta de actividades lúdicas o recreativas intrascendentes, a ser posible alejadas de su lugar habitual de residencia y trabajo; playas, balnearios, hoteles, esquí, cruceros o deportes de aventura. Quién no puede permitírselo -por condicionantes económicos- hace lo propio en su ciudad; piscinas, parques, atracciones de feria, bares y restaurantes, pubs y discotecas, verbenas populares o fiestorros de calendario. Ofertas que, en muchos casos, abocan al individuo a una actividad intensísima y agotadora, alejada de todo descanso. Es la huida hacia delante del que no lleva nada por dentro, ningún gusanillo que le recoma; la lógica de preferencias en el "imbécil arrastrado por el fardo de su miserable inutilidad" -por usar un calificativo aplicado por Shoppenhauer al caso- que, a fuerza de proponérselo, ha conseguido el vacío integral de su capacidad craneana.

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