Relatos de verano

Hipólito G. Navarro

Tantas veces huérfano (VI)

Cañado niño imploró con la mirada muy cansada el regreso al pueblo, tiró una y otra vez de los faldones de la chaqueta de su padre sin conseguir llamarle la atención, y mortificó largamente a su madre con infantiles regañinas y lloriqueos, como si tuviese unos cuantos años menos, cuando todavía daban resultado semejantes pataletas.

Nada consiguió sin embargo. Si acaso el enfado irreversible de su madre y una mirada atravesada del padre que todavía hoy recuerda, de tan silenciosa, elocuente y llena de palabras a su vez como alcanzó a interpretar en su poca edad. Aunque no es del todo cierto que no lograra nada en ese momento crucial de la noche: sí se sacó un batido de vainilla empalagoso, caliente, muy difícil de tragar, regalo sarcástico y desalmado de su tío Fidel, el del diente de oro.

Tendría que esperar allí sentado, en la atmósfera pesada de tabaco de la taberna, a que concluyeran las interminables conversaciones de su padre, las groserías de los chistes de los viejos, el cascado flamenqueo de los más.

Nunca antes tuvo tanto sueño, ni pudo sospechar que los párpados, una telilla de piel tan delgada, pudieran pesar tanto. Tampoco que se consiguiera así de fácil dormitar con los ojos medio abiertos, ni que las cosas y personas que veía pudieran formar un todo con los brumosos sueños que se le acercaban sin poderlo remediar.

En un rincón de la taberna pudo ver todavía, antes de quedarse definitivamente dormido, la repisa adornada con guirnaldas de flores donde descansaba un grandioso televisor. En la pantalla ennegrecida después del último programa de emisión veía empequeñecida a toda esa gente bulliciosa que llenaba el bar: al tabernero Julián dando bandazos tras la barra, a su padre en acalorada charla con sus tíos y otros hombres que le resultaban totalmente desconocidos, también a él mismo con la cabeza ladeada sobre los brazos cruzados en la mesa, y a su madre sentada junto a él con la cara vuelta al exterior, contemplando a los borrachos de la plaza. El aparato había estado encendido todo el tiempo, bien servido de imágenes grises desenfocadas y chisporroteantes, hasta que aparecieron la bandera y el escudo y atronó el himno nacional, el momento justo que aprovecharon los más viejos para irse a dormir después de tantas emociones.

Cañado niño también había mirado descuidadamente la pantalla en algún momento de la noche, cuando todavía festejaba con sus primos, pero hasta esa hora ya muy alta de la madrugada no reparó en las figuras que decoraban la repisa y la parte de arriba del televisor.

Desde la nebulosa del sueño pudo ver media docena de animales torpemente disecados, simulando en posturas imposibles, dolorosas casi, una acción cinegética conjunta, donde unos eran los cazadores y otros los cazados: dos ginetas de orejas encrespadas y colas truncas se abatían infinitamente sobre tres jabatillos diminutos, también con el pelaje listado, mientras desde arriba del televisor, en una caída sin fin, se lanzaba sobre todos ellos un búho con las alas muy abiertas. Flanqueando como los signos de un paréntesis la suma de esa escena y el televisor, pudo ver también dos grandísimas escopetas de cañón doble, no podría decir desde esa distancia si nuevas o tal vez ya inservibles y oxidadas.

Turbiamente se mezclaron en la duermevela de Cañado esas imágenes con el recuerdo de algunas aventuras que había leído en sus queridos libros de Verne y de Salgari durante las siestas, y así se pudo ver atravesando ciénagas y selvas armado de fusiles, recruzado el pecho de cananas abundantes de munición -flexibles teclados de piano por momentos-, como un Sandokán moderno con gafas y cantimplora de batido de vainilla. Cazador temerario, con la sonrisa salpicada de dientes de oro, iba a rescatar de las garras de sus primos los cuerpos mórbidos y frágiles de unas doncellas.

Todavía un pequeñísimo resquicio de razón le vino a advertir que para empresa tan peligrosa debería contar con la aprobación de su madre al menos. Abrió los ojos un instante, lo justo para ver cómo ella se levantaba con su barrigota y le sonreía a él de manera insoportablemente triste, dejándolo partir a la aventura con resignación.

Escuchó enmarañado ya de lianas y de chillidos de fieras el comienzo de la discusión entre su madre y su padre y algunos de los hombres que sujetaban detrás de su silla el mostrador, pero ya al fondo de la espesura del sueño veía de manera muy confusa las cosas que hacían sus primos asquerosos a las muchachas y no podía volver atrás, tenía que salvarlas a toda costa de aquella inminente violación.

El José Cándido Cañado adulto conoce más o menos la interpretación de algunos sueños y pesadillas, sabe a estas alturas del contenido sexual de los más tópicos, pero todavía hoy se pregunta, si tenía aquella noche tan claro lo que desde los ojos de aquellas damas se le estaba reclamando, cómo se pudo enredar en pamplinas oníricas evidentemente muy accesorias incluso dentro del sueño, que lo único que pretendían era distraerlo, y cómo no tuvo al final, tan bien pertrechado como iba, el valor suficiente para terminar con éxito su terrible aventura.

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