Cuántos veranos compartidos! -Pensaba Inés- mientras se abanicaba bajo el limonero del patio. Percibía que era verano por múltiples signos tan evidentes como podía ser la temperatura, que cada año la sentía ascender como si sumergiera el termómetro en una bañera de agua hirviente, aunque no desechaba la idea de que esta sensación térmica se debía más a que se estaba acercando peligrosamente a la edad de su abuela, cuando decía que "esto no se había visto nunca", aunque el calor permaneciera inalterable una temporada tras otra. Delante de la hamaca sobre la que dormitaba, con un libro entre sus manos, que leía de forma intermitente entre cabezada y cabezada, tenía el pequeño jardín en el que de niña jugaba con sus amig@s. Ningún signo más identitario de aquellos veranos que el calor y el perfume tan enraizado en su memoria, como el de la madreselva que se enredaba por la pared, hasta llegar a las rejas de su ventana, llenando la estancia con su dulce aroma estival. Nada desdeñable, como signo estival, era la paleta de color que se abría ante sus ojos, tan intrínsecamente unida a su infancia, que año tras año llegaba a crecer tanto, que podían jugar al escondite tras el seto de flores multicolores con que se adornaba esa maravillosa planta. Sonrió al comprobar que la memoria a veces le fallaba buscando el nombre de las cosas, pero nunca cuando se trataba de una música, un perfume o un sentimiento, hizo un esfuerzo por recordar como llamaban a esa planta que se erguía hoy ante ella, desplegando todo su esplendor: maravillas, San Pedros, Don Diegos… En realidad le daba igual el nombre, todos ellos eran válidos. Cuando posaba su mirada sobre aquellas flores vestidas de múltiples colores: blancas, amarillas, fucsia, coral, rojas o veteadas de rayas multicolor, era una imagen que contenía toda una vida, esa infancia que siempre te acompaña, y revives una otra vez, cuando la contemplas. Los San Pedros, tan humildes, tan salvajes y empecinados, que brotaban una vez tras otra, año tras año, llenando de color y perfume las tardes y las noches tórridas del verano interminable que era la vida de quienes los contemplaban, eran para ella la memoria más viva y palpable de los veranos. Hoy, sentada en el mismo jardín de siempre, sobre aquella hamaca de lona blanca que competía con sus canas, recogidas en una distraída coleta, adornada con una hermosa y perfumada biznaga, no podía jugar al escondite tras sus plantas, pero nadie podía impedir que se escondiera tras los más bellos recuerdos de su infancia, mientras esperaba la hora de las perseidas. Solo un deseo tenía preparado para cuando viese aparecer la primera, pero no podía decirlo en voz alta: era su secreto. Otro verano más para el recuerdo, cálido y perfumado, otro sueño por cumplir. Alguien apagó el fanal del patio y una estela de luz cruzó el firmamento.

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