Estaba leyendo una novela inmersa en la Grecia clásica, y volvían a su memoria aquellos filósofos que marcaron el pensamiento de la época, perviviendo más allá del espacio y el tiempo. Quien no había oído hablar de Sócrates, Platón o Aristóteles? Esos caían seguro en el examen de selectividad. De forma sintética, ella había entendido siempre que lo más sobresaliente que caracterizó el pensamiento de Sócrates frente a los sofistas, fue la pugna entre la verdad y el poder. El primero buscaba la verdad para hallar en política lo que era justo, mientras que los segundos utilizaban la argumentación sobre premisas falsas para conseguir el poder, usando como arma la demagogia, que apelaba a los sentimientos, a las emociones o a los miedos más profundos del ser humano, para conseguir el apoyo popular. Entornó sus párpados, sorbió el Oporto que se había servido en aquella delicada copa de cristal de bohemia, regalo de bodas de su madre, y se encontró con la dura y terrible realidad de que nada había cambiado en el mundo en los casi dos mil quinientos años que la separaban de Sócrates. La misma lucha entre la verdad y la demagogia, se libraba en este momento, la guerra dialéctica entre ambas formas del pensamiento filosófico estaba de rabiosa actualidad, y lo paradójico era, que jamás había tenido el ciudadano mayores herramientas para defenderse de la demagogia, pudiendo buscar la verdad por sus propios medios. De pronto la invadió una terrible tristeza, sus ojos se detuvieron en la gota de transparente ámbar que bajaba arrastrándose sobre el cristal de la copa, oscureciendo su brillo a lo largo del sinuoso camino que iba abriendo en su recorrido hasta caer sobre su falda, y tuvo la certeza más absoluta de que la pena de muerte dictada contra Sócrates, no fue en realidad más que un intento de matar la búsqueda de la verdad. Dejó el libro sobre su mesa, encendió la televisión, buscó en un canal, luego en otro, pero no había nada interesante, abrió su ordenador y buscó la prensa del día. No podía dar crédito a lo que leía, nunca había sido tan consciente como hoy de que nada había cambiado, no sabía si a ello había contribuido el dulce vino luso, que la había embriagado con su delicioso aroma y sabor a madera vieja, o que algún resorte interno de su cerebro había desatado todas las tormentas de su memoria. Solo leyendo los titulares, una se podía trasladar a la época de la Grecia clásica, bastaba con sustituir las fechas, los nombres y la geografía, para contemplar con toda nitidez como el baile mortal entre la verdad y la demagogia seguía como siempre, incansable, interminable, un abrazo mortal intrínsecamente unido al hombre y a su voracidad por acumular el poder en unas manos sin escrúpulos, aún a costa de condenar a muerte una y mil veces a la verdad, cueste lo que cueste, por los siglos de los siglos AMÉN

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