Metafóricamente hablando

El vértigo

La imagen me dio tanto miedo, que corrí a refugiarme debajo de a cama, ante tanta estulticia.

Una mañana de un día cualquiera, me encontré con aquella amiga de la infancia que tanta influencia ejerció sobre mí, en nuestros años más tiernos. Tanto tiempo había pasado, que me costó reconocerla. Aquella desconocida, que se me abalanzó, pintada como una puerta, y hablándome con una superioridad arrolladora, distaba mucho de la jovencita con la que compartí mis primeros años de colegio y una tranquila adolescencia. Entre aspavientos y exageradas muestras de alegría, me contó en un momento su vida, dejándome enmudecida, no tanto de admiración por sus éxitos, como por imposibilidad de meter baza en su monólogo. Las dos habíamos nacido en ciudades distintas y por motivos laborales, nuestros padres acabaron en el pueblito en el que nos conocimos y pasamos el final de nuestra infancia y primera juventud. La vida, esa incansable maniobrera, nos separó definitivamente cuando nos fuimos a la Universidad, en Comunidades distintas. Y, hete aquí que me la zampo, casi de sopetón, en la Gran Vía de la ciudad en la que resido desde hace más de veinte años. De mi vida, poco interés mostró, pero la suya la desplegó ante mis ojos, como se abre un mapamundi sobre la mesa. Me contó ufana, que estaba metida a fondo en el movimiento social y político de una sociedad a la que acababa de conocer, o más bien en la que acababa de aterrizar, porque conocer es un término demasiado profundo para ella. Unos minutos le bastaron en aquel fortuito encuentro, para constreñirme a compartir sus ideas, a admirar lo que con tanto afán defendía y quería meterme con cuchara de palo. Unos días después la vi en un acto público, se presentaba como ferviente ecologista, patriota, católica, apostólica y romana, y la esencia misma de la raza, ofendiendo sin ton ni son, gritando desaforada contra quienes no compartían lo que ella manifestaba como una verdad incontestable. Se definía como nacionalista a ultranza, en una tierra de la que desconocía todo, más cristiana que el mismo Papa de Roma, y demostraba tal incapacidad para la empatía, que me sorprendió que alguien pudiera escucharla. La congruencia en esa persona, en la que no reconocí a la niña con la que crecí, brillaba por su ausencia. Nada de lo que decía casaba con la siguiente frase, su pensamiento y su forma de vida, se desviaban entre sí, de tal modo que chirriaba más que su voz gritona. El desprecio a la inteligencia rayaba la estupidez, frases manidas, discursos encendidos, tan nefastos como vacíos, eran diseminados por el aire a través de grandes altavoces, en un estadio lleno de gente con banderas pintadas en sus caras. La imagen me dio tanto miedo, que corrí a refugiarme debajo de a cama, ante tanta estulticia. Me pregunté cuán elástica y líquida puede ser la conciencia social, y sentí vértigo.

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