El virus del deporte

Marcar distancia intelectual se me antoja buena manera de no dejarse llevar por la inmediatez

Hace un tiempo me sublevaba la politeísta religión del fútbol; ahora ya no me irrita, sino me preocupa y me sigue pareciendo una pasión extravagante. Esto significa que el raro soy yo. A veces decido tomarle el pelo a alguien y campanudo proclamo que son una fuente de trastornos estas culturillas modernas posteriores al siglo IV. Ni yo me lo creo, pero me sirve para fijar una postura: remontarse al pasado es una buena manera de mirar el presente, no para evitar que se repitan algunas cosas (me parece una banalidad, por mucho que la leamos en los sobrecillos de azúcar), sino porque marcar distancia intelectual se me antoja buena manera de no dejarse llevar por la inmediatez, que rima con idiotez aunque no tenga nada que ver.

Viene todo esto a que el fútbol, visto desde fuera y desde atrás, reúne todos los requisitos para ser considerado, al igual que las luchas de gladiadores de la antigua Roma, uno de los elementos que moldean nuestra sociedad y reflejan su escala de valores.

Bajo la competición bulle el sectarismo: qué bueno es el de mi equipo si comete falta y qué malo el contrario por cometer falta. Con esta mentalidad de enfrentamiento, ¿a quién le puede extrañar el juego parlamentario de ir a fondo con los propios y lanzarse cual tigre en la foresta al cuello de los otros? Convertida la competición en negocio billonario, ¿a quién le importa que algunos equipos salgan inflados de presupuesto y el noble enfrentamiento se vuelva asimétrico y desigual? Esa adoración del héroe que contagia de su excelencia ("areté" para los griegos) a quien lo venera acaba siendo independiente de la moral. Bien está si machaca al otro.

Vista esa escuela de sectarismo, desmedido afán de lucro y desigualdad, llego a la conclusión de que el deporte convertido en negocio vive de nuestras emociones primarias y se aprovecha de ellas para obtener como resultado simplemente dinero.

¿A quién le importaba lo que le pasara a un gladiador en la arena mientras la gente obtuviera su espectáculo, el gobernante su reconocimiento y el empresario su beneficio? Quizá por eso pasan por extravagantes los que se extrañan de que nuestros equipos de fútbol se expongan y nos expongan al contagio del coronavirus o de que a sus hinchas se les dé un ardite la salud pública mientras celebran un ascenso de categoría. Si hay que hacer caja, si toca celebrar los éxitos de otros, ¿qué importa no infectarnos?

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