Con virus y sin máscara

Desaparecida la posibilidad de relacionarse más allá d de la casa, hemos visto romperse la ficción y salir a la luz la auténtica persona

Todos llevamos puesta una máscara. No hablo aquí de nada físico, sino más bien simbólico. Desde que nacemos, vamos aprendiendo a desarrollar estrategias para alcanzar nuestros deseos del modo más eficaz posible. La máscara o, mejor dicho, el repertorio de ellas, es inseparable del papel que queremos interpretar en este gran teatro del mundo, concepto estoico que alcanzó su consagración en el teatro barroco. Así, la máscara deja de ser un adorno y se convierte en el intermediario entre lo que nos contamos de nosotros mismos y lo que necesitamos que interpreten los demás. Bien lo vieron los griegos cuando le colocaban al actor ese aditamento que permitía percibir a distancia quién era cada cual y qué hacía, iba a hacer o había hecho. A ese artilugio facial que transformaba a alguien en quien debía ser lo llamaron "prosopon", traducido al latín como "persona". Interesante, ¿no?

El choque entre lo que uno quería parecer y lo que ha terminado revelando de su personalidad ha sido violento y, muy probablemente, imprevisible. Quizá no es que hayamos salido todos desequilibrados, sino que se perdieron las barreras. Había gente que proyectaba una imagen de humildad, de firmeza, de fraternidad, de fortaleza, de sabiduría, de obediencia, de generosidad… Tantas eran las máscaras como las situaciones y las necesidades de interactuar con los demás. Todo eso lo hemos visto cambiar durante los largos y desesperanzados meses del confinamiento: desaparecida la posibilidad de relacionarse más allá de los muros de la casa, hemos visto romperse la ficción y salir a la luz la auténtica persona que se agazapaba tras el personaje. El humilde se presentó como desgraciado, el firme como autoritario, como interesado el generoso y como ególatra el que blasonaba de solidario. Tanto más se notó el cambio cuanto menor era la capacidad de leer (excluyo esa herramienta del Maligno, el wasap), escuchar, aprender, deducir y pensar de aquellos malos actores forzados a ocultarse tras una pantalla por su incapacidad de convertirse en lo que querían ser. En muchos casos, incluso hemos acabado añorando aquella máscara, por más que fuera, como en la clásica fábula, bella pero sin seso. De aquel confinamiento y de estos tiempos de quebrantos no salimos mejores, aunque sí con los ojos más abiertos y la mente menos nublada. Ya sabemos cómo era cada uno y eso, a decir verdad, no hay mascarilla que lo tape.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios