Como visitar un museo

Los banquitos de los museos son un lugar formidable donde pasar un buen rato

A HORA que las obligaciones laborales pasaron a mi historia reciente y por las benignas temperaturas que tenemos, gozo con hermosos paseos por la orilla de la playa, o aprovecho para visitar o revisitar algún que otro museo o exposiciones, donde disfruto tanto mirando las obras expuestas como a "ciertos" visitantes que las contemplan.

El primer grupo que hago es el de los lentos y los rápidos. Los primeros se detienen ante todo, leen las cartelitas, estudian los detalles y escuchan con fervor religioso la audioguía. Dan un poco de rabia: siempre parece que se enteran de todo mucho mejor que tú, que son más aplicados, más pacientes. Luego están los rápidos. Los que nunca alquilan una audioguía y solo leen los rótulos a medias. Pasan por delante de las obras expuestas como si pasaran revista a una tropa. Hacen comentarios despistados, imprecisos, y en muchos de los casos absurdos. No necesitan detenerse.

Se puede pertenecer a la categoría intermedia. Ni lentos ni rápidos, los intermitentes. Solo van a lo que les interesa, obviando lo demás. A veces son obsesos de una sola obra.

Los banquitos de los museos son un lugar formidable donde pasar un buen rato. Unos descansan. Otros contemplan una obra. Otros como punto de encuentro. Parecen hechos para que se sienten en ellos un par de personajes de Woody Allen: gente que habla y habla sin parar, comentando las obras o comentándose a sí mismos. Como Diane Keaton y el propio Woody hacen en la película de hace ya unos años "Manhattan", por ejemplo. No creo que haya otro director que haya hecho tanto por los museos. Viendo su cine a muchos nos entraron ganas formidables de recorrer salas llenas de cuadros, detenernos frente a una obra y meditarla.

Hay otros visitantes que van al contrario. Los que no disfrutan del orden establecido y prefieren elegir su propia ruta, los que resultan más visibles y molestos. Éstos corren el riesgo de ser regañados por el personal de sala.

Por último, están los que van al museo a reírse de cómo Picasso pintaba a las personas o de las ensoñaciones inconcebibles de Dalí, haciéndolo sin disimulo alguno y lo hacen como si no molestaran. Son ruidosos, y por fortuna, no abundan.

Como verá amigo lector, en un museo cabe de todo. ¿Qué ocurriría si pudiésemos caminar una hora por el Hermitage de San Petersburgo y recordar lo que ocurrió en sus salas? Puede investigarlo.

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