Carta del Director/Luz de cobre

Donde vive el olvido

Pocas cosas son más tristes que acercarte a tu pueblo y que allí donde jugaste de niño crecen las malas hierbas

Impactante y triste imagen. El domingo recorrí uno de los pueblos de la provincia en los que el olvido se ha instalado de forma definitiva. Uno de esos pueblos de la Almería vacía que todos queremos habitar, pero en el que la realidad se impone a los sueños. El silencio se ha alojado, y de que modo, en las calles y plazas, en las casas y en los patios, en la vega y en el campo, en el lavadero municipal y en la torre de la iglesia, en el bar cerrado a cal y canto y en la tienda de comestibles que un día fue y hoy solo alberga una puerta tapiada, unos muros que se caen y un tejado con serio riesgo de derrumbe. En una decena de estos pueblos -no viene al caso el nombre- el cartero ya no llama dos veces incumpliendo la ley y hasta puede que lo entienda. Cuando casi no hay habitantes, las dificultades son extremas para empresas, que aunque sean públicas o semi públicas, los costes se disparan por trabajos de este tipo. Al final es la pescadilla que se muerde la cola. Y en esas estamos, intentando mantener viva la llama de la historia, la llama de un pasado, la llama de miles de vidas que pisaron calles con tradición. Pero la realidad es tozuda, implacable. La condena está ahí, por más que nos empeñemos en evitarla, en prolongar una agonía que nos deja exhaustos a todos. Pocas cosas son más tristes que acercarte a tu pueblo y percibir que está muerto o casi. Que allí donde jugaste de niño crecen las malas hierbas y el abandono. Que allí donde la infancia forjó un hombre o una mujer sólo queda el recuerdo vago, el recuerdo lejano de aquellos que moldearon una tierra para la eternidad y que al final se ha convertido en yerma y finita.

Ayudas a los autónomos, cajeros para hacer la vida más fácil a quienes quedan, acceso a internet, la búsqueda de niños para que el colegio no cierre, inmigrantes para cultivar las tierras que poco producen, la sequía que lo inunda todo. Costes expansivos e ingresos mínimos para una Almería de interior que grita, ya ronca y sin voz, por permanecer, por quedarse, por no viajar al mundo de la nada, al mundo del olvido, al mundo del silencio. A un mundo de desconchones, de casas abandonadas, de oficios que pasaron.

Y duele. Duele por las almas que transitaron parajes míticos, calles empedradas, y casas encaladas que no eran la Gran Vía, ni los Campos Elíseos, ni Under Linden, ni Time Square, pero eran nuestras calles, nuestra gente, nuestras familias y vecinos. Tiempos de barullo, de trabajo, de recolección. Tiempos de asueto, de noches en la chimenea mirando las llamas, de veranos al fresco buscando estrellas. Y ahora los tiempos son de silencio, de un silencio ensordecedor, en el que la mente divaga por el pasado. Y, curiosidades del destino, a poco que juegues te trasladas a las épocas en los que la vida se abría paso frente a las dificultades, a pesar del olvido, del silencio y el abandono.

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