No votaré con el corazón

Votaré, claro que sí. No me quedo hoy en casa y votaré la opción que creo menos mala para el país

Votaré, claro que sí. No me quedo hoy en casa y votaré la opción que creo menos mala para el país. Aunque no votaré con el corazón porque de sobra sé que las emociones son volátiles y por tanto, poco seguras para el porvenir de mis hijos. Y no hablo por hablar sino desde la experiencia de que los sentires, todo ese arsenal de hormonas que vinculamos con el corazón, son manipulables. Quien guste de jugársela con ellas, y con el corazón, que practique cuando elija un perfume o una corbata. Así no daña a nadie y cada cual apechuga con su gusto y consecuencias. Pero votar, oiga, es un acto con dimensión social que se nutre con la razón. Y con la razón me podré extraviar, desde luego, porque soy poco ducho con su uso, porque me falta información fiable y me sobran fabulaciones. Como a todos. Pero al menos tendré alguna oportunidad si razono sobre el historial de unos y otros. O si repaso las incoherencias entre lo dicho y hecho por éste, o el narcisismo grandioso de aquel que, por gobernar, no le importa pagar el precio que sea y entonces no, que no los voto. Porque la democracia no es un artefacto inocuo, al servicio de nadie. Es un utensilio de sana convivencia que exige, para funcionar con dignidad, el esfuerzo racional de la clientela electoral. Ya nos alertó Eisenhower en su célebre despedida de la presidencia de EEUU, sobre las influencias de los poderosos y las debilidades de los demagogos dispuestos a hipotecar los bienes materiales de nuestros nietos en provecho propio. Un recurso populista que intoxica a los decretos leyes de ocasión. Por un decir. Así que ese antojo gozón de votar con el corazón, ya por ramalazo ideológico, ya porque le dé la gana o por confiar en gestualidades o promesas vacuas, es un modo seguro, acaso insuperable, para enredarse entre la red mercadotécnica que despliegan los partidos para vendernos candidatos cual si fueran lavadoras. De ahí el auge de los actores, desde Reagan a Grillo o Zelenski, acaparando escenarios electorales: venden sonrisas, postureos y falacias, aunque chirríen con lo dicho ayer o hecho anteayer. Ni resistan una crítica mínima sobre su ficticia bondad. Qué más da. Es un hábitat apropiado para que los lobos nos traten como un electorado ovejuno y caperucito. Lo que, bien mirado, acaso no sea lo más grave. Lo peor es que, ay, acabemos dándoles la razón y desde el corazón manipulado, al depredador, les salga gratis serlo.

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