El 18 de noviembre de 1976 (ayer se cumplieron 40 años), las últimas Cortes del franquismo aprobaban la Ley de Reforma Política, que ponía fin al régimen iniciado con la sublevación militar del 18 de julio de 1936. No hacía ni un año que el dictador había muerto, tras una cruel agonía, en un hospital público de Madrid. Por primera vez en la historia, un sistema autoritario decidía autoliquidarse para dar paso a un futuro basado en la libertad y en la soberanía popular. Con razón, puede identificarse esa fecha como la fundacional del proceso que, a través del referéndum del 15 de diciembre de ese año y de las elecciones del 15 de junio de 1977, alumbraría la Constitución, aún felizmente vigente, de diciembre de 1978. Es decir, en tres años desde la muerte de Franco se había recorrido, en medio de un ejemplar consenso nacional, el camino que llevaba de una dictadura casposa y ya entonces anacrónica a una democracia perfectamente equiparable con las más avanzadas de Europa. ¿Qué había pasado en este país? Muchas cosas que sería imposible resumir en este comentario. Pero subrayemos algunas que, ahora que la Historia es tantas veces manipulada o ignorada, conviene dejar claras y que no se pierdan en el olvido. Hubo un impulso -de supervivencia más que otra cosa- por parte de los sectores más inteligentes y vivos del franquismo, que sabían que el régimen nunca sobreviviría al dictador y que España no tenía más futuro que la democracia. Son los que se agrupan en torno a Juan Carlos de Borbón que, una vez proclamado Rey, encuentra en las figuras irrepetibles de Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda los instrumentos para llevar a cabo el cambio histórico que el país demandaba. Un cambio pacífico impulsado por las potentes clases medias que crea el propio régimen a partir de los primeros años 60 y que estaban tan lejos de la dictadura como de las aventuras revolucionarias. Sin esas clases medias y sin Juan Carlos como motor, Torcuato como estratega y Suárez como brillante ejecutor, la democracia, tal y como llegó, no hubiera sido posible. Pero hay que reconocer también el impagable servicio que prestaron a su país tanto el Partido Comunista de España como el PSOE. El primero era, a la muerte de Franco, la única oposición organizada y con implantación en fábricas, barrios y universidades. El segundo, en periodo de reconstrucción, contaba con fuertes apoyos internacionales que querían una España homologada con Europa. Ambos tuvieron sentido de Estado y supieron ver el camino que llevaba hacia la definitiva reconciliación de los españoles. Todos juntos, los de uno y otro lado, hicieron posible la democracia.

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