Una juventud sin futuro es un polvorín

No estaría de más que los políticos dejasen sus luchas estériles y le dedicasen más atención a los muchos problemas que sufre actualmente la juventud española

Los disturbios de estos últimos días en las calles de Barcelona tienen unas causas muy concretas que van más allá del encarcelamiento del rapero Pablo Hasel. Entre éstas destacan muy especialmente los rescoldos aún sin apagar del procés, que deja como triste herencia el uso de la violencia callejera con fines políticos. Cataluña tardará mucho tiempo en convencer a su juventud más radicalizada de que, en una democracia, el uso de la fuerza sólo puede tener como respuesta la acción de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y la detención de los alborotadores. Sin embargo, la sociedad española pecaría de inocente si no cayera en la cuenta de que cada vez es más normal ver cómo grupos de jóvenes recurren a la violencia como forma de protesta política y social. No sólo lo hemos visto en Cataluña, donde hay una larga tradición en esta cuestión, sino también en Madrid, Linares, Sevilla, Granada... No estamos hablando de hechos generalizados, sino de actos muy concretos que, por su propia naturaleza y la espectacularidad de las imágenes, suelen llamar la atención de los medios de comunicación. Pero haríamos mal si los considerásemos simples anécdotas, más en unos momentos en que la pandemia del coronavirus y la consiguiente crisis económica están disparando los índices de malestar en la población. En este sentido, no es una casualidad que sean los más jóvenes los que están protagonizando los altercados. Ya desde antes del coronavirus era la juventud la que estaba pagando la mayoría de los platos rotos de la permanente crisis de empleo en la que parece haberse instalado España desde el crac de 2008. Una juventud sin futuro es un polvorín y, lamentablemente, este es el panorama actual. Se ha visto muy claro en los disturbios de Linares, una ciudad andaluza que vive una cruel decadencia que deja a las nuevas generaciones ante el triste dilema de la precariedad o la emigración, cuando no las dos cosas a la vez. Sería deseable que nuestros representantes políticos, dedicados desde hace tiempo a las luchas más estériles, empezasen a dar soluciones a un problema que puede crecer de forma preocupante en los próximos tiempos.

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