LOS dos futbolistas más grandes de nuestro tiempo, ambos en el Olimpo futbolístico de la historia, ídolos de masas y referentes para cualquier amante del balompié, salieron de los juzgados con condenas a cárcel y multas millonarias por defraudar la caja de todos, sin que ni siquiera interpusieran recurso en defensa de su inocencia. La respuesta de la sociedad fue mirar para otro lado, descontar sin despeinarse semejante desliz como quien se quita una mota de polvo del hombro, y seguir disfrutando de sus goles y virguerías.

Seguramente quien fuera antecesor de ambos en la cosa futbolística planetaria, una vez disparó a periodistas desde el interior de su mansión, y le daba somantas de palos a su mujer. Ha protagonizado numerosos altercados públicos y se le ha visto borracho, drogado y casi moribundo diciendo sandeces por la tele. En Argentina existe una religión para adorarlo y hay muchos que darían la vida para que ‘el Diego’ viviera eternamente, de tan agradecidos que están a sus gambeteos y goles por la escuadra.

El otro día murió un futbolista estrellado a más de 200 en una autovía por la que podemos circular todos los mortales, que no por un circuito, donde quizás habría sacado un mejor rendimiento a su Mercedes supersónico. Por delante, además de la propia, se llevó la vida de dos primos, uno de ellos muerto y el otro marcado de por vida, si es que sale de esta. No reventó a nadie más, pero cualquiera de nosotros podíamos haber estado pasando por ahí. Las colas para despedirlo en la planta noble del estadio, los llantos y homenajes por todos los campos de España, las camisetas con su nombre y las palabras grandilocuentes envolvieron el adiós a tan semejante insensato.

Muchos vascos homenajean en sus pueblos, con honores, boato y pompa, a asesinos declarados, y el mundo civilizado se echa las manos a la cabeza. La diferencia entre los miembros de esa manada y los de la otra, la de los que pierden el seso y la dignidad por admirar a un regateador, haga lo que haga fuera del terreno de juego, es tan mínima como la empatía que, Dios lo tenga en su Gloria, demostró Reyes al volante.

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