Tribuna

Óscar eimil

Escritor y jurista

Historia de España

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Historia de España / rosell

En Villalba, un sitio pequeño escondido en la gran meseta norte de la provincia de Lugo, existe, como en casi todos los pueblos, una iglesia blanca. Supongo que como las demás, aunque para mí sea especial, porque la capital de la Chaira, pues así se llama la comarca, es mi pueblo, el lugar de donde vengo.

En la fachada de esa iglesia, a la derecha del portón de entrada, un portón de madera, una y mil veces repintada, había una lápida de mármol blanco bien labrada. En esa lápida, en forma de cruz latina, había esculpida una lista con doce nombres que, durante mi niñez, mientras jugábamos en la plaza, me gustaba leer con avidez.

No sabía, en concreto, quiénes eran las personas que los llevaban, pero sí imaginé muchas veces cómo fue su final -heroico, sin duda-, en alguna de las muchas batallas que en la escuela primaria por aquel entonces nos enseñaban: nombres míticos como Brunete, Belchite, Toledo, Santa María de la Cabeza, y, tantos otros, que permanecen hoy olvidados por todos.

Siempre, desde mis primeras letras, he sentido especial admiración por el heroísmo, y creo que fueron aquellos nombres los que despertaron en mí esa fascinación por el sacrificio. Porque aquello de "Caídos por Dios y por España ¡Presentes!" era, a mi juicio, en mi mente de niño, lo máximo a que una persona podía aspirar: entregar su vida por los demás.

Con el paso del tiempo, a medida que fui creciendo, puse especial interés en conocer quiénes habían sido los héroes de mi pueblo, y descubrí, perplejo, que no se trataba de hombres excepcionales como los trescientos espartanos que acompañaron a Leónidas para hacer frente al gran Jerjes en la batalla de las Termópilas, sino gente corriente que, en cualquier otra circunstancia, hubiera llevado una vida monótona en uno de los miles de pueblos parecidos que jalonan la geografía española: zapateros, carpinteros, labradores o toneleros. Personas que, como casi siempre los corderos, nunca supieron la verdadera causa por la que murieron.

Más adelante, cuando salí al extranjero, comprobé que lo que se hizo en mi pueblo con sus "caídos por una España mejor" no era, para nada, una excepción. Más bien al contrario. No existe ningún pueblo en Francia, en Italia, en Inglaterra o en los Países Bajos que no haya erigido un pequeño monumento para honrar y recordar a todos aquellos que, sin comerlo ni beberlo, dieron la vida por su patria, porque otros, en un momento dado, decidieron que debían sacrificarla.

Por eso, no me gustó cuando, en tiempos de Zapatero, para dar cumplimiento a su ley de revancha, alguien obligó a quitarla a don Eugenio, el cura de mi pueblo. Y no me gustó nada porque con ella se iba una parte de mi infancia, y porque nunca he comprendido que hicieron de malo aquellos doce valientes para terminar, como otras decenas de miles en España, con sus nombres en un vertedero, lo mismo que sus huesos acabaron en alguna fosa común de algún improvisado cementerio.

Comprendo que decirlo no es lo políticamente correcto, pero en nuestra Piel de Toro llevamos siglos y siglos matándonos los unos a los otros y, aunque muchos creíamos lo contrario, parece que con el paso del tiempo y, a pesar de las enseñanzas del pasado, nada o casi nada ha cambiado. Las dos Españas irreconciliables de Machado se han despertado de su letargo. Un odio mutuo comienza a extenderse por el territorio como posible preludio de que, muy pronto, volvamos a matarnos entre nosotros.

En 1978, nuestros padres y abuelos, los que en verdad lo sufrieron, quisieron poner un punto final a todo esto. Para ellos, la necesidad de reconciliación se impuso a cualquier otro sentimiento. Se perdonaron las afrentas en los dos lados, y la sangre que generosamente había corrido por los campos sin importar cuál era el bando.

Pasados los años, sin embargo, apareció un insensato, producto de una gran y colectiva equivocación, que pensó que podría sacar rédito político de la discordia y de su sectaria interpretación de la Historia. En ese momento, en ese tiempo funesto, se encuentra el germen de todo lo malo que ahora está sucediendo, porque criminalizar al adversario e imputarle las responsabilidades de unos supuestos antepasados, no es el mejor camino para la concordia, sino para el enfrentamiento.

Ahora, un alumno aventajado, que nada sabe de nuestra Historia, ha recogido, con el relevo, la misma antorcha, y nos conduce, en su propio provecho, camino del mismo agujero: el de las miles de fosas que, desde el tiempo de los romanos, se han ido excavando a lo largo y ancho de la geografía española.

El siguiente paso, tras santificar a Companys, un golpista irredento, es exhumar al dictador, perturbando de esta manera la paz perpetua del valle de los muertos. Veremos, muy pronto, los demonios que salen con él de allí dentro.

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