Tribuna

Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua Española de la Universaidad de Almería

Irene Montero en el callejón del gato

Irene Montero, según quiere la literatura, busca en el callejón del Gato la etimología de un tiempo irreversible

Irene Montero en el callejón del gato Irene Montero en el callejón del gato

Irene Montero en el callejón del gato

Rebelde con causa, antes y ahora; intuitiva y onírica; romántica y utópica; inteligente y comprometida; marxista y literaria; luchadora y cinematográfica; musa y divina; guapa y bella; cervantina y proustiana; discreta y ambiciosa. Más de izquierdas que el dothraki de Alcampo, como llaman a Iglesias en Podemos. Irene Montero es la ministra más joven de este gabinete de coalición y, con la excepción de la preterida Bibiana Aído, de los gobiernos, los cuales en la democracia han sido. Es la sonrisa del partido morado y la esperanza que la izquierda tiene cuando los poemas de Ana María Moix son luz en las sinalefas de los días. Con la cartera de ministra de Igualdad, que le ha traspasado la reina de Cabra, con un cómplice cruce de miradas, Montero se pone delante del espejo en esa verdad que se transfigura en instante brechtiano: en el momento en el cual las horas atraviesan el destino con la literatura de Jane Austen entre las manos. Allí, donde surge la dicción de las lágrimas que resbalan por las mejillas, al leer la antología de la historia en las doce campanadas del reloj de la puerta del Sol; allí, donde la rebeldía se hizo Unidas Podemos, a pesar de que la maledicencia ponga el paño al púlpito, con los infundios de Irán y Venezuela, en las noches en las que la derecha llora su llanto; perdido el poder, por aquella espantada del estafermo, entre una copita y otra, botellas de wiski en el reservado de Arahy: bulerías de Jerez y fandangos de Huelva, en la puerta de Alcalá.

Montero, Irene (nombre bíblico: «la que tiene paz»), domina el escenario, chaqueta vaquera y pantalón, falda y americana, 198; media cara con la corona de laurel, blazer, low cost, en los horizontes del Congreso: carrera de san Jerónimo abajo, donde un día Tejero enseñó su bigote decimonónico y grotesco: espantajo de una dictadura cuartelera y estrafalaria en su propia agonía. La ministra de Igualdad es voz nerudiana en las avenidas del siglo XXI, en el cual, para tener un maletín ministerial de piel, ya no hace falta ser infinito símbolo del círculo que solo podía dibujar la tiza del bipartidismo. La condición humana suele dialogar con la memoria siempre que un verso se rompe en el hemistiquio de su propia rima, sin saber que el incesante mar se hace interminable: o bien, leyendo un poema milenial, en el metro; o bien, escribiendo un microrrelato, con los caracteres, que nos permite Twitter, en los primeros segundos de una puesta de sol, entre Tánger y Chaouen. Orilla, orilla, con una postal de Facebook, en la barra de una taberna impresa en un espejo veneciano. Larra y Umbral. Camba y Alcántara. Cuesta de Moyano y café Gijón. Gary Cooper y Sara Montiel. Humphrey Bogart, el eterno cigarrillo. Lauren Bacall, el beso, que es aroma de sándalo.

Montero no es Rojo y negro de Stendhal, ni Madame Bovary de Flaubert, sino una madre de tres hijos, la cual se ha hecho actriz en el Hollywood, que hay en el Congreso de los Diputados, sin firmar autógrafos y sin repetir la escena de los besos como Marilyn Monroe, El príncipe y la corista, o Ava Gardner, Mogambo: Anthony Quinn y el cazatalentos de la Metro Goldwyng Mayer. Irene, sin serlo, parece una actriz, cola de caballo o pelo al viento, ya que es idilio y belleza como Penélope o Ingrid Bergman: poesía, en el manuscrito de un óscar o mirada, en un globo de oro. La ministra de Igualdad, en la búsqueda de una métrica nueva, prefiere la música pop de las Spice Girls,

Cien años de soledad de García Márquez, La sonrisa etrusca de José Luis Sampedro o La mujer habitada de Gioconda Beli. Recordando que La vida de Brian y Amanece que no es poco son el cine y el enigma que lindan con el tictac del alba, entre Lavapiés y Galapagar. Una página de Gramsci y las madres de la plaza de Mayo vislumbran la memoria en el Gobierno de don Insomnio. Pulsera de tela de color morado, reloj y pendientes, una mañana en el Rastro. Ambiente de cañas y rock, músicos callejeros y frikis, en la galería del 17. Audrey Hepburn y Natalie Wood, en esas hojas que hemos escrito. Gafas de sol hipis y pañuelos palestinos: el presente no está solo. El Che y los cohibas de Fidel, en las fotografías que no alcanzan los años. Irene Montero, según quiere la literatura, busca en el callejón del Gato la etimología de un tiempo irreversible. Cuando la vida parece un fragmento filmado en blanco y negro, que, tantas veces, hemos buscado en vano.

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