Tribuna

José Ramón Parra

Abogado

Nómadas

Aún está a tiempo Occidente de intervenir en la política, en la economía de esos países de origen, de dar la batalla en los lugares de residencia de los desheredados

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Es muy posible que aquello que nos hace grandes se convierta a la vez en un signo evidente de nuestra terrible debilidad. Y aunque ello no es fácil de asimilar, solo si lo comprendemos y asumimos a tiempo seremos capaces de buscar una solución correcta para este problema que vislumbro. Las complejas sociedades occidentales no se enfrentan a los dilemas que se ven obligadas a arrostrar a diario con las mismas herramientas que utilizan los países de nuestra periferia. Bueno es reseñarlo para que no lo olvidemos. Ni política, ni ética, ni jurídicamente nos servimos de las mismas armas para enfrentarnos a problemas que son básicamente idénticos. De ahí la disparidad de respuestas.

Por eso no nos podemos engañar, por suerte para nosotros, Occidente no está preparado para mirar de frente a un migrante que, en harapos y sediento, jugándose la vida propia y la de sus hijos, dilapida su escaso patrimonio para atravesar un mar bravío en el que no se otea el horizonte, y negarle la asistencia debida. Vivimos demasiado bien como para no sentir vergüenza por ello, y tenemos aún demasiados pecados pasados que seguir purgando…Por eso conviene que nos demos cuenta de que, por más que hagamos de la resistencia un postureo, lo cierto es que nuestra sociedad, mientras se rija en democracia y la opinión pública sea un instrumento de poder, no va a hacer del cierre de fronteras un "casus belli", entre otras razones porque nuestros valores nos lo impiden y porque nuestra educación y principios resultan contrarios a ello.

La Declaración Universal de Derechos Humanos recoge en su artículo 13 el derecho al desplazamiento, al disponer que "toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado" y que "toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país". Quien no entienda esto como un derecho individual inalienable y justo sobrevive en un cuerpo desposeído de corazón. Pero la pregunta a la que como sociedad habremos de dar respuesta más pronto que tarde, abstracción hecha de los casos particulares, es qué vamos a hacer cuando esos nómadas no se cuenten por miles, sino por cientos de miles, cuando los flujos migratorios se conviertan en un reguero colectivo e imparable de personas que se aposten junto a nuestras fronteras en búsqueda de una salida del agujero que les ofrece su lugar de origen. Ese es el gran dilema.

Aún está a tiempo Occidente de intervenir en la política, en la economía de esos países de origen, de dar la batalla en los lugares de residencia de los desheredados. Porque solo compartiendo nuestra riqueza, en un intento de apuntalar el bienestar en sus lugares de nacimiento, solo exportando, en la medida que ello sea posible, los valores universales que compartimos, Occidente no se tendrá que debatir en un futuro cercano entre lo malo y lo peor. Solo así podremos conservar nuestro elevado modo de vida.

Hasta ahora, los movimientos migratorios, comedidos y asumibles, han encontrado su causa, básicamente, en dos razones simbióticas, dos motivos que han emparentado en un interés común: por un lado, la necesidad de mano de obra de los países de acogida, y por otro, la expulsión de los ciudadanos de los países de origen por cuestiones de distinta índole, tanto económica como social o política. Pero este equilibrio más o menos moderado está desapareciendo de forma extraordinaria. Se dice que en Occidente, en los próximos años disminuirá la población en casi 200 millones de habitantes y, por el contrario, los países en desarrollo la aumentarían en 3.200 millones. Y si a la lógica aspiración que es consustancial al ser humano de mejorar su estado personal, le unimos el hecho de que la globalización muestra minuto a minuto la idealización del modo de vida al que pueden aspirar esos millones de condenados a la pobreza, no hay que ser adivino para tener la certeza de que si no se toman medidas a tiempo, allí, en esos países de origen, tocará defender las fronteras, para darnos cuenta entonces, quizá ya tarde, de que los valores, los principios que nos convierte en una sociedad admirable, son el extraño paradigma de nuestra extrema debilidad.

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