Tribuna

Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua Española de la Universidad de Almería Catedrático de Lengua Española de la UAL

Oliver invita a un sándwich a Garea

Oliver invita a un sándwich a Garea Oliver invita a un sándwich a Garea

Oliver invita a un sándwich a Garea

Con la derecha y con la izquierda, el periodismo independiente es la metáfora invertida de un chiste de Gila que fosforece con las sílabas al revés, como si fuera un imposible que naufraga, una vez y otra, hasta chocar con las olas, que van y vienen con su premeditado parpadeo. El señor Oliver, secretario de Estado de Comunicación, citó hace unas semanas a Fernando Garea, presidente, hasta entonces, de la Agencia EFE, en una cafetería de Rodilla en la Castellana. Con su decoración hípster, sus colores en blanco y negro, sus mesas de mármol y alguna fotografía de Susana Sarandon, en vaqueros y sin maquillaje, chaqueta con motivos incas y chal verde, el establecimiento los acoge no, en nombre del periodismo de Ben Bradlee, sino de otro, arqueado entre bambalinas, por designio de don Insomnio Sánchez o, tal vez, de Rasputín Redondo; ministro, sin ser ministro, que hay que desandar el camino para saber si es un actor de doblaje o un maestro de la intriga, el cual soñó con ser Hitchcock. Reunidos, entre música de tocadiscos y la bohemia perdida de La Fontana de Oro, Oliver respiró, como si fuera a hacer yoga tibetano con un chándal de Reebok, para decirle a Garea con sílabas rotas y vacilantes: «Fernando, a partir de este momento, ya no eres presidente de la Agencia». O sea, fake news de una métrica sin rima. Garea, como un personaje, entre Sherlock Holmes y don Quijote de la Mancha, le preguntó el porqué, con gesto de poeta del siglo XIX: de aquellos que iban recitando por la puerta del Sol; y que, en el naufragio de los atardeceres, que pintaba Velázquez con su pincel de oro y anaquel, se sentaban con una copa de ajenjo, al estilo francés, en los divanes de terciopelo de los cafés: columnas, pintadas en blanco y jaspeadas en rosa, capiteles, con volutas, de color amarillo, elegantes espejos y paredes de mármol.

Una camarera, con la mirada de Lauren Bacall en el círculo concéntrico de sí misma, tal musa de Hollywood, les lleva en su bandeja, de arte y escote, unas cervezas de rubia espuma y unos sándwiches, como los que ideó don Antonio Rodilla en la tienda de Callao, que inauguró en 1939, cuando solo lucían las sombras. Fernando, periodista de entrega y oficio, de distancia corta y fina agudeza, escucha como un juglar anónimo lo que el personaje Oliver le va diciendo entre ripios y hemistiquios, que parecían la pesadilla de una madrugada con Tranxilium. Después de aquella conversación, el réquiem por el periodismo de aquel Washington Post, del caso Watergate y los jóvenes periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein, queda como escena de una película clásica, la cual, en su pantalla interior, nace y muere, cuando los instantes nadan para ponerse a salvo. Es, al salir de la cafetería hípster de Rodilla, cuando Fernando, más Garea que nunca, pronunció la frase que quedará esculpida a través de las generaciones en la historia del periodismo: «La Agencia EFE no puede ser nunca una agencia de noticias del Gobierno». Como si fuera Joselito el Gallo, salió por la puerta grande con la mejor definición del periodismo como contrapoder: el que la señora Calvo, vicepresidenta de don Insomnio, creyó que era punto y aparte, cuando le comunicó al periodista el nombramiento con la firma y el visto bueno de la Moncloa que habita la ambición, la cual permanece entre nacer y morir.

Ignorándolo o sabiéndolo, Fernando Garea, con su figura recién salida de un cuadro de el Greco y su barba barojiana, ha cincelado la verdad entre sintagmas que

resplandecen en los espacios que reconstruyen la portada y la contraportada. Tales fueran páginas de Fígaro o fragmentos de Jonathan Franzen que averiguan dónde están como testigos de su propia identidad: Oliver, en el poder; el periodismo, en la antología donde se caligrafía el contrapoder, que siempre será un espejo, el cual perdura en su imagen. Valle-Inclán y el callejón del Gato vuelven a ser la sintaxis de una memoria que, antes que literatura, es periodismo. Con una copa de Bourbon leemos en el café Gijón los tercetos que acarician la hermosa rima de un soneto. La redacción a la cual iba Fígaro a entregar sus artículos fotografía los tangos de Libertad Lamarque. Una voz, como si fuera la de Garea, se entremezcla con el recuerdo. Para decirle al secretario de Estado de Comunicación: «Por tu vida, Lopillo, que me borres las diecinueve torres del escudo, porque, aunque todas son de viento, dudo de que tengas viento para tantas torres».

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