Tribuna

Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua Española de la Universidad de Almería

Paseando por la Almería de Berlanga

El poemario de Berlanga conforma, así, la voz a ti debida de un yo creador, que especula que la arruga de los días debe ser un silogismo intelectual, kantiano o hegeliano

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Paseando por la Almería de Berlanga

En esos instantes en los que la noche se asemeja a un lienzo de Velázquez y el alba, a otro de Rubens, las sinestesias de los atardeceres, que no pintaron ni el Greco, ni Zurbarán, se hacen preguntas con la métrica de Jorge Guillén: ¿Hay poesía, más allá de los designios de García Montero, don Luis, político y hermeneuta del pronombre interrogativo: quién fue y quién es? ¿Existe la lírica de Kavafis, antes y después de leer a Felipe Benítez Reyes, el señor de Rota, cuando la bahía ya no es un pergamino? Con la inteligencia dame el nombre exacto de las cosas de Juan Ramón, reloj de la Alcazaba en el infinito horizonte del mirador, comienzo un paseo por la Almería de Alfonso Berlanga, que, con su pincel rembrandtiano, eterniza los fonemas en la piel de este mar, que no es el del Alberti, sino el suyo y el nuestro. El numen de este cordobés, de Málaga, de Almería y del mundo, define los secretos del barrio de la Almedina, cual este fuere un tratado de historia que nos permite deletrear lo que no sabemos y aprender que la vida es una filosofía oriental, que occidente se niega a reconocer. La poética de Berlanga asevera que el sol amarillo se puede ver detrás de un cristal; mas también, navegando en la barca de Ulises.

Los versos berlanguianos no necesitan que ningún círculo de intereses creados les pague la edición: así no tienen nada que agradecer a la plata ennegrecida de quienes se ponen el traje y la corbata a la medida de la infamia que ocultan, mientras huyen con su meditado engaño. Las cuerdas del Maestro Berlanga brillan, en el crepúsculo y en el amanecer, puesto que interpretan el zigzag de las laberínticas callejuelas, con el fin de comunicarnos que el manuscrito, el cual tanto inquirimos, habita los enigmas de las murallas, que hacen de sus arcanos tenebristas pinceladas de Ribera, en la revolución de Caravaggio. Con sus latidos, este metalenguaje derrota a la hipocresía y delata a quienes proyectan sus miserias en las sombras que alientan los macabros festines de la vileza.

En su mozartiano dáctilo, la inspiración berlanguiana configura los sintagmas que cincelan una semántica cognitiva hasta convertirla en música beethoveneana, donde el intelecto es el piano de Chopin y el silencio, la sonata que escuchamos, y no oímos, mientras llegamos por la calle de la Reina a la celosía del Mediterráneo. Entonces, las metáforas interrogan para percibir si distinguimos un poema de T. S. Eliot de otro de Luis García Montero; uno de Saint John Perse, de otro de Felipe Benítez Reyes. Si la literatura descifra la tácita verdad, la ironía no es necesaria para que olvidemos la huella de los pasos que han dado en los ayeres quienes siguen caminando por las esquinas, en lugar de por los surcos que, en alta mar, la introspección agita con su debate freudiano. El psicolingüista de Aguilar de la Frontera averigua, de esta manera, quién ignora la eironeia y quién, la mayéutica. ¿Hace falta después de una disquisición de Kierkegaard, en la memoria de Sócrates, volver a ponerle una nueva interrogación al pronombre en los momentos ocultos de la noche? El poemario de Alfonso Berlanga conforma, así, la voz a ti debida de un yo creador, el cual especula que la arruga de los días debe ser un silogismo intelectual, kantiano o hegeliano, que cree esperanza al cabo de los infinitos colores que Alonso Quijano escudriñó en la sinuosidad de la existencia.

La ética de este dilecto rapsoda representa el diálogo brechtiano y el monólogo interior con un pincel que, pareciendo velazqueño, es el suyo: original en la sapiencia que no indaga en vano, para tomar puerto más allá de las respuestas que lo inminente calla. Recorriendo una calle tras otra, hasta lograr la metamorfosis de la leyenda, su esplendente intelectualidad traza una geometría en la cual el piélago y la Almedina convergen. Sabiendo que las sílabas del recuerdo son cadencia y palabra, que permanecen. El aguilarense arguye, entonces, que la ironía socrática consiste en argumentar la pragmática comunicativa del enunciado que enmarcan las comillas latinas: «Solo sé que no sé nada». Pero algunos, con la corona de los eclipses de sol en sus cabellos, encanecidos, o en sus calvas, alopécicas, siguen sin comprender la ontología. Tal vez, el debate de Sócrates esté en un plano semántico que ellos siempre desconocerán. Sin entrar en discusiones abstrusas, pienso que la poesía de Montero y Benítez no es lo que sabemos de los poetas, sino una ficción que naufraga. Quizá, porque Venecia se esté hundiendo. Quizá, porque las olas se callen de pronto. Quizá, porque la metalírica de Berlanga sea eterna y haya levantado las manos contra el tiempo

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