Tribuna

Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua y Literatura de la UAL

Recordando a Rubalcaba

67 añosfueron. Para terminar como catedrático de Universidad de Química en las aulas, donde la enseñanza y la ciencia se identifican con la palabra y el gesto de don Enrique Tierno Galván. Ayer, como hoy

Recordando a Rubalcaba Recordando a Rubalcaba

Recordando a Rubalcaba

Murió uno de los grandes políticos de la historia de la democracia. Señor, en el parlamento y en la calle, intelectual en la política y en la universidad, ciudadano Kane en las avenidas del mundo, lector y exégeta, orador y azote de la derecha, aunque con el don de la amistad por encima de siglas y partidismos. Alfredo Pérez Rubalcaba ha sido un símbolo del socialismo español y uno de sus protagonistas principales. Un ictus, de forma silenciosa y traidora, acabó con su vida, con el llanto a flor de piel en la clase política española. Aquel dicho que circulaba por los círculos madrileños, «Rubalcaba, si le das la espalda, te la clava», más que una realidad, era una manera de definir la pasión con la que defendía a su partido en el arco parlamentario y en los medios de comunicación. Enamorado del atletismo, desde muy joven, era un enamorado de los veranos asturianos y de la lectura. Esta última explica su dominio de la oratoria y del discurso a modo de los clásicos, a los que leía con entrega y dilección hasta extraer de los mismos la propiedad en el uso de la lengua, el gesto, la puesta en escena y la síntesis armónica en lo verbal y lo extraverbal, como dos caras de un proceso tan decisivo en la comunicación política.

Pérez Rubalcaba, cuando subía a la tribuna de oradores, se convertía en un actor. Un personaje, el cual sería el resultado de Demóstenes, Cicerón y san Ambrosio, con una elocuencia, una sátira y unos recursos que sorprendían a los propios y a los extraños. Planteaba el discurso con elegancia y métrica, prosodia y sintaxis, semántica y semiótica, de manera tal que las palabras surgían como heptasílabos y endecasílabos de una lira renacentista, con la arquitectura de una estrofa que se hacía música en las sinalefas de la metáfora más bella y selecta. Rubalcaba era un Maestro como Fray Luis de León o Enrique Tierno Galván. Un inspirador que intrigaba como si fuera un arte antes que un disimulo. Su muerte supone una pérdida que cualquier demócrata, por encima de su ideología, debería sentir, puesto que en esa hora de la despedida la paz y el sentimiento son los atributos más preciados del ser humano, como vienen a recordarnos las elegías más grandiosas de la literatura universal.

Para los políticos de esta nueva legislatura queda su ejemplo como una lección a la causa noble de defender las ideas con entusiasmo y sentimiento en la enciclopedia de los instantes que se hacen universales con esas reflexiones en las que la filosofía, la sociología y la política parecen redactadas con la letra cervantina de la imprenta del Quijote de Ibarra. El político cántabro era una leyenda nueva con esa calva, de aspecto tan literario que se asemejaba en alguna página deportiva a la de don Alfredo Di Stefano, si no a la hora del gol o de las faltas en directo, sí en la perspectiva de la geometría que se hace relato brechtiano. Los ojos achinados y la sonrisa de un duelo al amanecer, como si tuviera algo de John Wayne a la hora de desenfundar su dialéctica orteguiana. Pilar Goya lo siente con esas lágrimas manriqueñas, las cuales van a dar a la mar de la vida, que sigue cuando el alba y la madrugada se hacen una misma rima.

En el Santiago Bernabéu cantaba los goles como hexámetros homéricos, los cuales se recitan en el tiempo en el que los arietes se fajan con los defensas centrales con el fin de convertir en gol los balones que quedan en el aire para golpearlos suavemente en la sinalefa de las redes. Don Alfredo no fue cualquier ministro. Uno más. Fue la literatura de las ideas aristotélicas en el amanecer de un nuevo día en las playas del Sardinero, donde el verso, la política y el fútbol se hacen trilogía azoriniana en la antología de los recuerdos que permanecen como un sofisma.

Sesenta y siete años fueron. Para terminar como catedrático de Universidad de Química en las aulas, donde la enseñanza y la ciencia se identifican con la palabra y el gesto de don Enrique Tierno Galván. Ayer, como hoy.

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