Tribuna

Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua de la UAL

Rivera no es Billy el Niño

Las palabras son balas que destruyen y, si no matan como las de Billy el Niño o Garret, sí dejan una memoria maltrecha y angustiada

Rivera no es Billy el Niño Rivera no es Billy el Niño

Rivera no es Billy el Niño

La política no es una metáfora que se caligrafíe en un folio en blanco como un adorno estilístico cualquiera, sino, antes bien, una actividad sublime, si su desempeño se corresponde con el étimo griego del cual procede. Por ello mismo, la referencia a Billy el Niño es una negación de la que permanece su leyenda. Y la oratoria de Albert Rivera tiene la entonación y la retórica que renacen en los mismos instantes que transcurren los segundos, que se detienen antes de proseguir su curso con exactitud milimétrica. O ese tictac que, pareciendo adormecido, suena a la hora en punto como si hubiera sido enmarcado en aquellos relojes a los que el sheriff Pat Garret miraba de reojo por si Billy aparecía en el escenario con cara inocente y gesto soñador y rebelde. Pero Rivera ni es Robert Taylor ni pretende serlo en la ficción de una realidad que nunca sería una novela de Tom Wolfe; uno de los padres del nuevo periodismo. Cuando el político centrista piensa que se parece no a Billy el Niño, sino a John F. Kennedy, entonces las réplicas al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, tienen el aura de discurso que transcurre entre la literatura y la evocación de un nuevo tiempo, donde Larra y Camba, Ruano y Umbral nos dejarían artículos para leerlos, sentados en una mesa de mármol del café Gijón; allí en el paseo de Recoletos. Nadie como ellos para llevar a la prosa de la historia esta situación en la que el independentismo juega una partida que nadie entiende, por absurda y surrealista, retrógada y caduca. Los gestos y las señales nos indican que ese malabarismo tan avieso Sánchez y Rivera lo perciben de modo distinto.

El tiempo proustiano dirá, más pronto que tarde, dónde está la razón y dónde, el argumento de la verdad antes que de la posverdad. No hará falta esperar a una segunda lectura de la novela Pureza de Jonathan Franzen para saber si el talento narrativo del dirigente kennedyano es superior o inferior al del secretario general del PSOE. Mientras tanto, Pablo Iglesias participa activamente en la definición política del momento y Pablo Casado, una vez preterida la incertidumbre del máster, no se conforma con un papel secundario en el reparto y, si no Robert Taylor, al menos quiere ser Audie L. Murphy. Cuando hace unos días, subió a la tribuna de oradores del Congreso, para replicar, sin papeles, al presidente del Gobierno, el nuevo líder del Partido Popular quiso demostrar que hablar es una lección de retórica ciceroniana en la huella de los siglos. No olvidan nuestros políticos que, a pesar de que la lengua materna de Billy el Niño era el inglés, sus últimas palabras fueron en español. Ni menos aún aquel enunciado entre el recuerdo de una voz perdida en el destino: «No me asusta morir luchando como un hombre, pero no me gustaría que me ejecutaran desarmado como a un perro».

El western y la política, con metáforas o sin ellas, se parecen algo más que en el guion, cuando el silencio se yergue sobre las promesas en forma de verso roto en su antiguo rumor. Pero Rivera no es Billy el Niño. Ni tampoco, Sánchez. Ni Casado. Ni Iglesias. De Billy perdura una semblanza que es una odisea triste en la música cadenciosa de una armónica anónima que encuentra antes la melodía que el llanto. Mas el futuro de un país se escribe entre párrafos o fragmentos de paz y esperanza, ahora amenazados por la ambición independentista, que no encuentra fronteras para apagar su sed. Por ello mismo, Sánchez y Rivera deben caminar no como Pat Garret y Billy el Niño, sino juntos. Cuando el presidente del Gobierno le dice al líder de Ciudadanos que hace manitas con Vox se equivoca. De la misma manera que este yerra al replicarle con el argumento de que en el PSOE hay constitucionalistas y el presidente no es uno de ellos. Las palabras son balas que destruyen y, si no matan como las de Billy el Niño o Garret, sí dejan una memoria maltrecha y angustiada. Cercenada por el olor a pólvora que queda en el flashback de los minutos que se persiguen a sí mismos. La política es, muchas veces, despiadada y cruel. Mas también es necesario ennoblecerla cuando España está en el punto de mira de quienes no creen en ella. Pedro Sánchez, Albert Rivera, Pablo Casado y Pablo Iglesias no son jinetes. Sin embargo, les guste o no, deben caminar juntos para defender el texto constitucional antes de que la traición y la alevosía consuman el despropósito. Las metáforas heridas atraviesan el alba como flechas. Pero las páginas de la libertad, no. Porque son las mismas que las de la Constitución del 78, tan pulcramente caligrafiadas.

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