Tribuna

Francisco núñez roldán

Historiador

Sapiens, videns, ludens

El drama cultural tiene que ver con la capacidad del ordenador y del móvil para liberar a los adolescentes y a los jóvenes de la realidad que les rodea

Sapiens, videns, ludens Sapiens, videns, ludens

Sapiens, videns, ludens / rosell

El sector de los videojuegos mueve cada año en España casi 2.000 millones de euros gracias a la pulsión de 16 millones de jugadores, adolescentes y jóvenes en su gran mayoría. La noticia la da un telediario que adorna los datos con las virtudes supuestamente creativas de un ingeniero de videojuegos que sueña con ser millonario; y con la advertencia de una psiquiatra que alerta sobre las consecuencias negativas de los juegos electrónicos. La noticia solo importa a efectos de la contribución del sector al PIB nacional. Los beneficios de las multinacionales del videojuego no dejan de crecer.

En 1938, J. Huizinga, pionero en el estudio histórico del juego como un acto cultural, caracterizó al ser humano como homo ludens y al juego como una actividad natural, voluntaria y libre. Sin embargo, era imprevisible para el historiador holandés la aparición y el éxito de la televisión a mediados del siglo XX, y la de Internet y los teléfonos móviles en los setenta. Era imprevisible que, medio siglo después de la publicación de Homo ludens, se hubiese producido una revolución tecnológica capaz de cambiar los cimientos de la civilización misma y la del juego como una de sus expresiones culturales. Una revolución tecnológica generada por el homo sapiens no exenta de contradicciones.

Hacia 1997, cuando la televisión estaba en su apogeo y los videojuegos en fase embrionaria, G. Sartori publicó Homo videns. La tesis de fondo, explicitada por su autor en el prefacio, es que la televisión y el ordenador estaban transformando al homo sapiens, producto de la cultura escrita, en un homo videns para el cual la palabra había sido destronada por la imagen. Hasta ahora era unánimemente aceptado que el hombre, es un ser que habla y que habla sobre lo hablado; que piensa y piensa sobre lo pensado. Y esa reflexividad, que es imposible sin el lenguaje, es lo específico del hombre. Así pues, como sentenciaba Sartori, el acto de telever (al que habría que añadir ahora el de telejugar), que constituye una expresión más del poder de la imagen sobre la palabra, estaba y está cambiando la naturaleza humana. De sapiens a videns, y de éste, por integración, a ludens. Intuía en aquella fecha que habría más responsables de esa metamorfosis.

En efecto, en pocos años, ese progreso tecnológico, opuesto al concepto ilustrado como avance y mejoría de una civilización, nos ha llevado a la edad cibernética y multimedia. El ordenador o el móvil, que unifican la voz, la imagen y el sonido, han desplazado, aunque no eliminado, a la televisión con la que coexisten. Un desenlace que adelantaba Sartori aunque no fuese el objeto de su análisis. Pero, a mi juicio, el drama cultural tiene que ver con la capacidad del ordenador y del móvil para liberar a los adolescentes y a los jóvenes de la realidad que les rodea, siempre compleja y dura, y ofrecerles vivir en otra: alternativa, gozosa e inexistente.

Muchos padres están angustiados: sus hijos ya no conversan ni leen como ellos lo hacían, y pasan las horas encerrados en sus habitaciones jugando ante una pantalla de ordenador o de móvil. Inermes y sin saber qué hacer asocian el escaso rendimiento escolar o su aislamiento social con la adicción a los videojuegos. Como no podía ser de otra forma, el problema es global y, sin embargo, las soluciones que se proponen son locales. Es sabido que China cuenta con 600 millones de video jugadores activos. Ante la amenaza de adicción que se cierne sobre su juventud, el régimen comunista no ha dudado en calificar los videojuegos como "droga electrónica" y "opio para el espíritu"; y para proteger la salud de sus menores ha limitado a tres horas semanales el juego electrónico. Las grandes empresas chinas que ofertan y se lucran con los videojuegos en aplicaciones o en red serán las responsables del cumplimiento de la ley.

En Occidente, donde la democracia y la libertad impedirían una intervención política de esa naturaleza, ni siquiera se ha debatido la necesidad de regular el mercado de los videojuegos. Y tampoco se ha sacado a la palestra qué normas éticas deben guiar la conducta de padres, profesores, e instituciones educativas frente al avance inexorable de ese nuevo opio. Mientras que, paradójicamente, China parece convertirse con medidas de esa índole en la reserva espiritual del homo sapiens, Occidente confía la solución a la buena voluntad y a la iniciativa de los individuos que quedan de la especie. Entre tanto el capitalismo multimedia avanza sin resistencia.

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