Tribuna

Javier Pery Paredes

Almirante retirado

Universal

Interferir en la liturgia de las celebraciones o romper el protocolo son muestras de estar vacío de valores en el fondo

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Si hay algo que consuma un esfuerzo ímprobo en las relaciones institucionales es el protocolo, más que cualquier otra actividad administrativa. Es así porque plasmar la imagen del poder en un acto público requiere esfuerzo singular para diseñarlo y exponerlo. Unas veces porque se desconoce de antemano la totalidad de instituciones y organismos que asistirán al acontecimiento, otras porque se suman, a "toro pasado", quienes dudaron en estar presente hasta conocer la decisión de otros, y siempre porque verdearan las quejas de los primeros y los segundos por el lugar que ocuparon y de unos cuantos que se darán por ofendidos por falta de invitación.

En esto del protocolo hay más pecado de vanidad que virtud de humildad. Así me lo decía mi buen amigo Paco Casanova, un ilustre coronel del Arma de Ingenieros que se las tuvo que ingeniar en el Ministerio de Defensa durante muchos años en este campo de batalla virtual. Una sentencia que contrastaba mucho con el carácter afable y conciliador que demostraba antes, durante y después de cada combate protocolario. Y puedo dar fe que fueron muchos, algunos muy largos y otros muy duros.

Visto el telón de fondo, el dibujo que se proyecta con el protocolo es complicado de pintar porque los elementos de que se dispone son de muy distinta naturaleza y, sobre todo, de muy diversas percepciones. Aunque existe un reglamento de protocolo del Estado desde el verano 1983 que establece el orden en que deben situarse a las personas que representan a las distintas instituciones, los organismos de la administración, las corporaciones locales y demás entidades, la realidad es que, a día de hoy, se ve superado por la proliferación de organismos, ausentes de la lista, y por la profusión de normas particulares que tratan de dibujar otra imagen en beneficio propio.Aunque esto va de situar a personas en su lugar, la verdad es que el protocolo esconde algo más, una lucha soterrada de poderes. Así, a pesar de que el propio reglamento de 1983 establecía diferencias en la secuencia protocolaria en función del lugar donde se celebraba y la naturaleza general o particular del acto, ya se tuvo que pronunciar el Tribunal Supremo unos años más tarde para dirimir los intentos de unas comunidades autónomas para situarse por encima de instituciones y poderes del estado y así señalarse como tales. Otros, al verse ausente en el listado general, esgrimen su estatus personal para colocarse y crear precedentes que justifiquen la sin razón de su ausencia. Ahí entran los "Casanova". Esos virtuosos encuentran en la maraña de normas particulares la solución que, ajustada a la virtud e impuesta por la premura de tiempo, justifica pero insatisface al osado.Visto tanto protocolo en tantos años, parece ineludible hacer un análisis entre actos protocolarios y celebraciones. En los primeros se manifiesta el respeto de unas instituciones con otras, con gestos y fórmulas de cortesía en el vestuario y el vocabulario. Salirse de ello es tirar piedras sobre el propio tejado al pasar de institución general a personaje meramente particular. Por el contrario, las celebraciones tienen otra connotación más allá de las puras relaciones institucionales. Se trata de ensalzar algo relevante para la sociedad en un acto público. Cuando eso sucede, confluyen el protocolo y la liturgia. El primero sitúa por orden a las personas y salvaguarda así "el derecho de imagen" de las instituciones públicas. La segunda llena de contenido el acto con esencias y valores.

Mientras que el protocolo atiende a la forma, la liturgia va al fondo. La liturgia une a los presentes en torno al objetivo común de la celebración que suele estar en todos los que participan en ella. Si, por demás, la celebración se prolonga a lo largo del día, como sucede con la Liturgia de la Horas en la Iglesia Católica, se produce el sentimiento continuado de pertenecer a una institución cargada de valores. Por eso me resulta gratificante sumarme a esa celebración cotidiana en la que muchos sienten de igual manera.

Dicho lo dicho, la liturgia es una necesidad personal y el protocolo es una obligación colectiva. Interferir en la liturgia de las celebraciones o romper el protocolo son muestras de estar vacío de valores en el fondo y ser socialmente desastrado e irrespetuoso en la forma. Respetar la una y lo otro son signos de madurez como sociedad.

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