Tribuna

Javier Pery Paredes

Almirante retirado

Vivir en paz

El postmodernismo, ese movimiento que revierte el paso para caminar hacia el pasado, tiene como norma plantear cualquier relación humana como una lucha

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Vivir en paz

El postmodernismo, ese movimiento que revierte el paso para caminar hacia el pasado, tiene como norma plantear cualquier relación humana como una lucha. Y así es muy difícil vivir en paz. Últimamente se multiplican las dificultades para hacerlo.

"Pasar página" se convirtió en estas últimas fechas en una manera amable de decir: "de esto, ni hablar". Dejo de citar a los autores de tales palabras porque son muchos y muy variados, por más que algunos destacan por lo paradójico de su actitud al desdeñar el pasado, cuando hacer memoria de lo sucedido forma parte de sus tareas profesionales. Lo dice hasta el rótulo del ministerio donde se alojan.

La paradoja se hace más grande cuando desde las tribunas, políticas o mediáticas, se pide dar por superados los acontecimientos de los últimos meses, pero se rememoran, con tintes encarnados y destellos morados, los de un pasado remoto como si hubiesen ocurrido ayer. Da la impresión de que pretenden el perdón de sus recientes pecados: éticos, morales y administrativos; a costa de imponer retrospectivas penitencias y traslados póstumos a los que ya, por razón de edad, están ausentes de este mundo. De paso, se castiga también a toda institución y creencia que se aparte de la cínica religión del viejo comunismo que confunde laico con laicista, se olvida que la doctrina social de la Iglesia Católica anduvo por delante del socialismo, o se discrimina a las personas por lo que piensan en lugar de por lo que hacen. Todo para atacar a una institución formada por quienes, cada día en misa, piden perdón por sus pecados y se lo dan a los demás, rezan por sus enemigos y desean la paz a sus congéneres.

Pero el afán de pelea porque sí, como una forma de vida sin paz, llega hasta el límite del indecente goteo de pedir la exhumación, de columbarios y camposantos, de los muertos ajenos para que unos vividores se hagan con instituciones y subvenciones, sin darse cuenta de que es una batalla perdida. Se olvidan de que, por mucho que peleen, nunca ganarán porque vencer es algo muy distinto que negar la victoria. En la historia hay muchos ejemplos. En las cosas de la mar, una cosa es negar la presencia y otra muy distinta mandar en ella. Ahora que se exhiben tantos documentales sobre la Segunda Guerra Mundial, sirve de muestra la estrategia suicida del Imperio japonés por negar la presencia naval estadounidense en el océano Pacífico con su "viento divino" (el

kamikaze), frente a esa otra que llevó a la victoria aliada y que, gracias a ello, preservó su historia y concedió a los nipones un futuro en paz tras su derrota.

Con la pura ignorancia del pasado y la falta de objetividad en el tratamiento de la historia, se comprende la forma ladina con que se apoyan otras religiones para atacar a instituciones católicas y sus donantes privados. Todo para cubrir el vacío de motivación y el derroche económico de las partidistas subvenciones públicas. La cuestión queda más clara todavía cuando se vocifera desde el estrado político sobre derechos sociales de unos pocos y se desprecian los de otros muchos. El saber popular, que es mucho saber, nos dice que una cosa es predicar y otra dar trigo. Así que mientras se derrocha en (des)igualdad entre los españoles, se ataca a Cáritas o a Amancio Ortega que, con universalidad en su generosidad, se preocupan de "dar pan" a quién lo necesita, sin alzar la voz.

Y, a las cifras me remito. Mientras se gastan, al menos por transparencia y los anuncios gubernamentales, más de quinientos millones de euros para unos pocos en "políticas de (des)igualdad" cada año, los ochenta mil voluntarios de Caritas, la mano tendida de la Iglesia Católica, atienden a más de dos millones de necesitados, sin distinción de credo, raza o nacionalidad, con un presupuesto de menos de trescientos. Ni que decir tiene que los dos tercios de la financiación proviene de donantes privados y menos de un tercio fondos públicos. Para completar la obsesiva tendencia por la confrontación, hoy los postmodernos, encaramados en la cúspide del liberalismo que odian, llaman a la lucha de clases (¿qué clases?) en el feminismo, como si fuese el monopolio de quienes ayer piropeaban obscenamente a las mujeres a golpe de jamón, jamón, o excluían a todas ellas de cualquier órgano de decisión de sus partidos.

Y pido perdón por las alusiones, pero tenía que hacerlas para vivir en paz.

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