Tribuna

Javier Pery

Almirante jubilado

La crónica de un Sábado santo

Todo eso suele ocurrir cuando se encomienda la defensa de los intereses propios a intermediarios. a nos pasó en Utrecht y nos volvió a pasar en esta ocasión

La crónica de un Sábado santo La crónica de un Sábado santo

La crónica de un Sábado santo

El Sábado Santo es la jornada de reflexión de todo un año, un día de silencio para pensar y percibir la realidad sin prejuicios. Hace tiempo, hasta la prensa escrita mantenía las rotativas calladas. Nada parecía suceder. Se mantenía la esperanza de la Resurrección y nada más y nada menos. Sin embargo, este día santo se antoja singular, como lo fue aquel de 1977 cuando se buscó la reconciliación de quienes discrepaban políticamente y que se aunaron para construir el futuro común de estos últimos cuarenta años.

Más allá de ese año, hubo otro Sábado Santo que permitió sopesar la capacidad de los españoles para afrontar situaciones inesperadas y súbitas; la crisis del fletán en la primavera de 1995. Por aquel entonces, se desconocía prácticamente la existencia de un pescado, que se capturaba en las aguas del Atlántico Norte, en profundidades que daba miedo pronunciar, y que nos comíamos fileteado como sucedáneo del lenguado. También resultaba desconocida la labor de vigilancia de los patrulleros de la Armada en aquellas aguas.

Por demás, la palabra crisis se asociaba a un estado de ánimo capaz de sacar de sus casillas a una persona, más que a una situación conflictiva entre dos estados de la que podría derivarse un enfrentamiento bélico. Sin embargo aquel trance, con todo lo sorpresivo que fue y todo lo imprevisible que podría acarrear, sirvió para demostrar la capacidad naval que los medios de la Armada proporcionaban a la política exterior española. Y lo que es tan importante como eso, el sosiego y la fortaleza de ánimo de las gentes de mar que allí maniobraron para defender la razón que asistía a nuestros pescadores y aquí gestionaron las conversaciones, para dejar sin argumentos a quienes esgrimían únicamente la razón de la fuerza.

Dados a guardar silencio, como parece que correspondía a un Sábado Santo, los marinos que tomaron las decisiones y las dotaciones que llevaron a cabo las operaciones para ponerlas en práctica, guardaron la acostumbrada discreción sobre lo sucedido. Una actitud muy ligada al hábito de asumir lo que se hace con la satisfacción del deber cumplido y, por qué no, con la callada esperanza de que sean los demás quienes reconozcan lo extraordinario de la hazaña. Porque lo que acaeció aquel abril de 1995 fue una gesta que vale la pena recordar, reflexionar con la distancia que dan los años y dejar por escrito, por el esfuerzo que supuso y el valor que se demostró.

El esfuerzo de una España y una Armada que, alejada geográficamente del teatro de operaciones de Terranova, mantuvo el apoyo a nuestros pesqueros frente a la presión canadiense en la mar, la indolencia de la administración europea y el desapego de muchos. Y lo hizo con unos patrulleros diseñados y construidos para la vigilancia de nuestra zona económica exclusiva. Paradójicamente, con las enseñanzas que se sacaron de aquellas lejanas y gélidas operaciones, hoy esos mismos patrulleros operan en las cálidas y difíciles aguas del Golfo de Guinea en la tarea inconfundiblemente naval de reprimir otra vez la piratería.

Al esfuerzo de todo aquello hay que sumar el valor que las dotaciones de los patrulleros de la Armada demostraron a lo largo de los días que siguieron a la ilegal visita, registro y presa en aguas internacionales del pesquero "Estai" por unidades canadienses. Un detonante que produjo una escalada de tensión que llegó a su máximo los días 15 y 16 de abril cuando el país norteamericano optó por enviar a la fragata "Gatineau" para interceptar al patrullero español "Serviola", situado fuera de la zona económica exclusiva, en un claro intento de presionar en las negociaciones que se llevaban a cabo en Bruselas. Farol en un duelo desigual que el patrullero español aguantó con entereza. Sin embargo España, como sucediera en otras ocasiones, sufrió el maleficio de nuestra historia de ganar en la mar y perder lo ganado en la mesa de las negociaciones, porque allí se sentaron los que no estuvieron en el combate, nada tenían que perder y mucho que ganar en el río revuelto de la crisis. Todo eso suele ocurrir cuando se encomienda la defensa de los intereses propios a intermediarios. Ya nos pasó en Utrecht y nos volvió a pasar en esta ocasión. Pero siempre se está a tiempo de aprender y mucho más después de reflexionar un Sábado Santo.

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