Tribuna

Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua Española de la Univesidad de Almería

Cuando el fútbol es épico

El histórico partido encumbró a Neymar para siempre. Ver al brasileño jugar era como leer un texto de Borges en la conquista de la perfección

Cuando el fútbol es épico Cuando el fútbol es épico

Cuando el fútbol es épico

Andaba Luis Enrique, entre dudas y certezas, sin saber todavía si la vida es novela o periodismo, cuando, por sorpresa, anunció que, al final de temporada, su ciclo en el Barcelona tocaba a su fin. El asturiano había medido el tiempo proustiano de una etapa y esta es la conclusión a la que llegó: es mejor irse antes de que quemarse en la hoguera de un banquillo con tanta presión como el azulgrana. El técnico sabe más de lo que aparenta de lo humano y de lo divino. Quizá, por ello mismo, le ganó la partida, de modo tan literario y épico, en el apasionante partido a Unai Emery. Al final de los 95 minutos, los papeles interpretados se habían intercambiado y el PSG recibió una goleada, que, en la historia de este deporte, será caligrafiada con una prosa que debe parecerse mucho a la de Eduardo Galeano, página a página y párrafo a párrafo, hasta convertirse en poema. «El entusiasmo que se desata cada vez que la bala blanca sacude la red puede parecer misterio o locura, pero hay que tener en cuenta que el milagro se da poco. El gol, aunque sea un golcito, resulta siempre gooooooooooool en la garganta de los relatores de radio, un do de pecho capaz de dejar a Caruso mudo para siempre, y la multitud delira y el estadio se olvida de que es de cemento y se desprende de la tierra y se va al aire», dixit el ilustre escritor. La entonación y la métrica también se hicieron prosodia y fonética en los graderíos del Nou Camp como si fueran metáforas que aprendimos en Umbral antes de escribirlas en una cuartilla, mojada por un gin tónic en la odisea de lo infinitito, que acontece en su dilecta simetría. «No, nadie, nadie se / olvida de Platko. / Volvió sus espaldas al cielo. / Camisetas azules y granas».

La noche del miércoles, el monosílabo gol se convirtió en sílabas imperecederas que parecían hexámetros homéricos. Neymar, Luis Suárez, Messi y Arda Turán recorrían el área del equipo francés como Ulises los mares de Hélade. Hasta el portero barcelonista caligrafió con su gesto la conquista de los cuartos de final subiendo a rematar cuando los segundos eran un heptasílabo en las orillas eternas de un reloj, que se resistía, en su infinitud, a marcar la hora. La similitud entre la literatura y el fútbol estuvo con el seis a uno más cerca que nunca. Yo me acordaba de aquel golazo de Marcelino a Rusia, para buscar siquiera una emoción en aquella lejanía también de leyenda, al dejar a Lev Yashin, que, poco antes, había ganado el Balón de Oro, con la mirada perdida, como si el fondo de la portería fuera la sintaxis de una pregunta que no tenía respuesta. El gol de Sergi Roberto, en ese preciso momento en el que el árbitro miraba el silbato como si fuera un párrafo de la «Ilíada» o la «Eneida», era como el destino en manos de un héroe griego, pero con el nombre cambiado por ese silogismo que nunca sabremos si pertenece a un hombre o a un dios. Tampoco adivinaremos si el canterano se pareció, alguna vez, a John Wayne, a Richard Widmark o a Lawrence Harvey en «El Álamo» o a Burt Lancaster o Kirk Douglas en «Duelo de titanes», cuando el hombre se sobrepone a la tragedia porque sabe que puede morir antes de que el destino anuncie el alba. Lo único cierto es que Sergi Roberto merece el óscar por haber convertido el gol número 6 en cine y en fotografía de una aventura inenarrable. El histórico partido encumbró a Neymar para siempre. Ver al brasileño jugar era como leer un texto de Borges en la conquista de la perfección. Para descubrir que el arte no tiene límites cuando el fútbol recita sus secretos en las internadas hasta dar el último pase. Un nuevo líder para el Barça, que el otro día se convirtió, con sus malabarismos, verticalidad y magia, en el sucesor del astro argentino, apagado por la inextinguible luz de esta fulgente estrella. Los titulares del Marca y el AS no hallaron la escritura de Roberto Bolaño. Hacía mucho tiempo que una secuencia así se proyectaba. Las circunstancias que convierten el deporte de Pelé en narratología explican lo que una metáfora no alcanza a descifrar. Cuando nos convenzamos de que un jugador como Neymar es un poeta, entenderemos mejor las claves de la existencia y podremos escribir, sin temor a equivocarnos, que los goles son también poesía. Pero sin olvidarnos de que Luis Enrique fue más allá de los símbolos que soñó don Quijote en aquella aventura cervantina, hasta elevar su nombre a la inmortalidad que solo tienen los dioses.

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