Tribuna

Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua Española de la Universidad de Almería

El gol de la historia

¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! ¡Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta...! ¡Gooooool...! ¡Gooooool...! ¡Quiero llorar! ¡Dios Santo, viva el fútbol! ¡Golaaazooo! ¡Diegoooool! ¡Maradona!

El gol de la historia El gol de la historia

El gol de la historia

En la hora de las lágrimas, que son nerudianas y borgeanas en la métrica inefable de Di Stéfano y Pelé, Cruyff y Messi, Kubala y Gento, las preguntas surgen como versos de Julio Cortázar, con el cigarrillo apagado y el llanto encendido: ¿Quién fue Diego Armando Maradona, un hombre o un dios? ¿Qué poética, qué retórica, qué filosofía pueden argumentar la respuesta? El arte de la palabra, como el del fútbol, tiene una finalidad estética, social, persuasiva. Una retórica del balompié es una poética del gol: del esférico que la historia puso en la zurda de Maradona: el diez de la universalidad, que encierra nuestro ayer cuando soñamos un segundo de hoy en las orillas del mundo, por donde la mitología vuelve como una página helénica y otra latina, para entender el prodigio del siglo en el estadio Azteca. Era el año 1986 y la Humanidad convertía en metáfora, psicológica y cognitiva, la onomatopeya, el hiato del ¡go-ol! y la sintaxis de los doce toques y cuarenta y cuatro pasos que dio el astro hasta encontrar las redes del arco inglés. Hoddle, Reid, Sansom, Butcher y Fenwick quedaron en la cancha como fantasmas, que huían de sí mismos, y el portero Peter Shilton parecía un yogui, sin saber si la intemporalidad llevaba el nombre de Proust o de Diego Armando: de Hesíodo o de Maradona: el rapsoda, el juglar, el trovador del deporte que forja las emociones.

«¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! ¡Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta...! ¡Gooooool...! ¡Gooooool...! ¡Quiero llorar! ¡Dios Santo, viva el fútbol! ¡Golaaazooo! ¡Diegoooool! ¡Maradona!». La respuesta ya no era un sueño de Cervantes, ni de Arquíloco, ni de Homero, ni de Solón. Ni siquiera del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Sino del misterio que toca el cielo con las manos con aquel gol que parecía un lienzo velazqueño, con unos hexámetros, al pie, que duermen y sueñan, mientras Maradona, como Quijano, da la vuelta al planeta, vestido con la túnica de los dioses: «¡Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta...! ¡Barrilete cósmico!». La inmortalidad del héroe conversó con el hombre y se convenció de que era un elegido mientras el reloj oía las campanadas en silencio y las horas versificaban la memoria que se entrega al destino. Burruchaga y Valdano pensaron que las escenas del gol de la historia eran ficción antes que realidad; literatura, antes que filosofía; magia, antes que fútbol; ilusión, antes que verdad; arte, antes que existencia.

¿No es (lo expreso en presente de indicativo) ese portento la infinitud que eternizan las pinturas de Leonardo da Vinci y Miguel Ángel, Diego Velázquez y Pedro Pablo Rubens, Tiziano y Rembrandt, Pablo Picasso y Salvador Dalí? ¿No tiene, acaso, ese talento el insondable secreto de la poesía de Rubén Darío o Amado Nervo, Gabriela Mistral o César Vallejo, Benedetti o Borges, Juan Ramón o la Oda a Platko, de Rafael Alberti?: «El mar, vueltos los ojos, / se tumbó y nada dijo». ¿No es (sigo con el presente de indicativo) este gol, en la sabiduría indescifrable de la metafísica, la música y la armonía inescrutable de Johann Sebastián Bach o Ludwig van Beethoven, Fréderic Chopin o Vivaldi, Mahler o Strauss? ¿No es (este presente de indicativo sucede al tiempo de los anaqueles que entretejen lo que, sin duda, es inolvidable) el tanto del siglo jazz y blues? ¿No es también la voz desgarrada de Eleanora Fagan Gough, o sea, Billie Holiday, que convierte a Maradona en hermeneuta de los instantes, los cuales regresan con ese límpido fuego misterioso que somos incapaces de interpretar?

Regates, malabares, gambeteos, como si fuesen partituras, cantos o sonatas en su eterno modo. Quizá, porque el gol de la historia, tras haber dejado el divo al equipo inglés entre el insomnio y el enigma, es la soledad del ídolo: la prosodia de Carlos Gardel, la reflexión de Sábato: el porteño que llega a ser omnisciente en la melodía de una madrugada sin retorno, rima a rima, en su forma más lírica. Hasta recordarnos, sílaba a sílaba, lo que le dijo el tenor italiano Enrico Caruso al vate del tango: «Usted tiene una lágrima en la garganta». Mi Buenos Aires querido: un gol de leyenda: la impronta gardeliana de Maradona. ¿Hay algún mar que no haya llorado? ¡Nadie te olvida! Tu inmortalidad no es un retrato de Zurbarán, sino la pregunta de Eduardo Galeano, autografiada en una antología, caligrafiada en el monte situado entre Tesalia y Macedonia: ¿En qué se parece el fútbol a Dios? Contigo, el balón era ballet y danza; coro y ópera. Siendo tú el tenor y el barítono. La bulería y la soleá. El embrujo y el mito. Solo Maradona, recitado el número diez como un verso del sánscrito, podía meter un gol con la mano de Dios. ¿Quién fue, entonces, Júpiter, o el mejor jugador de todos los tiempos?

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